lunes, 23 de mayo de 2022

Recorrido arterial

MI HIJO, EL INMIGRANTE

Luis Barragán         

Masivo destierro el de los venezolanos, pareciera que todavía no reparamos en sus más profundas e insospechadas consecuencias.  Todavía se le cree un fenómeno tan provisional como el régimen mismo que lo propició, sellando el siglo que solo él ha andado para despecho de quienes prefieren jugar a los dados con el destino nacional.

Ingeniería propia de todo suceso y proceso revolucionario que degenera con rapidez, se evidencian significativos cambios demográficos que tienden a garantizar la supervivencia del modelo y, al más largo plazo, desdibujándolo, enrarecen el más elemental sentido de pertenencia e identidad. Las advertencias, por cierto, muy escasas que se hicieron en torno a la no realización del censo nacional de la población correspondiente a 2021, con más de un siglo de implementación, cayeron al vacío so pretexto de una pandemia que permitió hacer otras y más riesgosas actividades.

Esparcidos por lugares antes inimaginables, achicándoseles el mundo, se encuentran nuestros coterráneos intentando sobrevivir y aportar a la supervivencia misma de los familiares que acá quedan, a través de las remesas que ya compiten holgadamente con los ingresos petroleros. Generoso y, a la vez, deplorable eufemismo, la diáspora esconde la brutal realidad que ha forzado al exilio social y económico, adquirida una inconfundible naturaleza política que tampoco aprehendemos suficiente y fehacientemente al poner en dudas, nada más y nada menos, que el más elemental derecho de nuestros desplazados y refugiados al sufragio personal  universal, directo y secreto a todo evento, añadido el reconocimiento de la debida representación parlamentaria en el futuro promisorio de una ruptura histórica largamente postergada.

Cierto, no ha tenido fortuna el esfuerzo de satanización del imaginario social de la emigración que los propagandistas de la usurpación intentaron por todos estos años, pero algunas incomprensiones y heridas pudieran quedar de cambiar la situación. Recordemos, el resentimiento es el motor esencial de una propuesta totalitaria que, superada, puede volver con nuevos bríos, prendiendo en cualesquiera diferencias –aún las más triviales– surgidas al calor de un fenómeno absolutamente inédito; valga la acotación, desatendidos por los más bulliciosos sectores académicos y, obviamente, por el promedio de una dirigencia política que le teme tanto a la organización social de nuestros emigrantes y a la indispensable actualización de los partidos de los que se esperan respuestas programáticas no menos inéditas.

Una huida continua, en procura de mejores condiciones de vida, caracteriza a los compatriotas que la arriesgan aún en las más inverosímiles fronteras junto a la familia, escenificando tragedias completamente inmerecidas por más que hubiesen incurrido en el error de votar muy antes por sus verdugos, añadidas aquellas complicidades que desean olvidar.  O de activar un poco más en la denuncia abierta del régimen usurpador, deben cuidarse tanto de determinados funcionarios adscritos a las dependencias diplomáticas y consulares, como de los otros paisanos que se inventan un pasado heroico de luchas, saliendo y entrando cómodamente por Maiquetía.

Faltando todavía una sociología indispensable del exilio venezolano,  todos pueden –allende las fronteras-  atisbar a los más avispados que huyen preventivamente con sus capitales por una eventual caída del régimen al lado de aquellos que prueban otras atmósferas para una probada vocación delincuencial, conformando una minoría frente a la inmensidad de los venezolanos de una comprobada y honesta vocación por el trabajo. El oficialismo miraflorino pugna por estereotipos que ojalá nunca calen en países proclives a transitar gobiernos parecidos a los de un Pedro Castillo en Perú, activo xenófobo que trata de cumplir con el libreto que un día idearon para Chávez Frías, incluida una constituyente trituradora de todos los principios y valores occidentales que sean posibles.

En días pasados, casualmente volvimos a una fotografía originalmente publicada por la revista Élite en 1937, repetida en una edición de 1960, que tiene por figura estelar al novelista estadounidense Waldo Frank visitante de la  Primera Exposición del Libro Venezolano en México, organizada por Pedro Beroes, Fabbiani Ruíz y Vicente Gerbasi, cuyo hijo –Gonzalo– relató más tarde, en el Papel Literario de El Nacional, por 2011, la odisea. Los muchachos venezolanos, desempleados, llegaron por autobús, barco y tren a territorio azteca, con las cajas repletas de libros, obteniendo la libertad y la visa gracias a la afición lectora del oficial carcelero de un pueblo fronterizo. Empero, al rendir homenaje a su padre, Gonzalo escribió: “Aquí estamos presentes sus hijos con nuestros respectivos cónyuges y algunos de sus nietos y bisnietos. Los que faltan están en otras tierras lejanas, al amparo de la seguridad y de un futuro más provisorio o por lo menos de un futuro”.

Consabido, don Vicente es el autor de unos versos que corren por las arterias de la venezolanidad: “Mi padre, el inmigrante”.  Y el testimonio de su hijo, por  entonces, nos conmovió como ahora por aquello de “mi hijo, el emigrante” implícito en una prosa que clama, al menos, por un futuro.

Comenzando por los familiares y amigos más cercanos, resulta inaceptable banalizar la descarada expulsión de los venezolanos de su propia patria que se integran a un sexto continente: el de la irrenunciable universalidad del terruño. Y constituye una severa advertencia para los latinoamericanos que, esta vez, juegan el porvenir a los dados al respaldar fórmulas que los llevarán –hundidos– al fondo del mar, siguiendo las huelas del Foro de Sao Paulo.


24/05/2022:

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