sábado, 8 de abril de 2023

Breve antología

VENEZUELA ANTE LA CIJ EN EL CASO DEL ESEQUIBO: ¡SEGUNDO AVISO!

Héctor Faúndez 

En el caso Guyana c. Venezuela, la Corte Internacional de Justicia ha rechazado, por catorce votos contra uno, la objeción preliminar planteada por Venezuela a la admisibilidad de la demanda interpuesta por Guyana, pidiendo que se confirme la validez jurídica del Laudo de París, del 3 de octubre de 1899. Ésta es una segunda derrota de Venezuela en el procedimiento ante la CIJ en la disputa por el territorio situado al oeste del río Esequibo.

Sin duda, la posición de Venezuela no se vio fortalecida por la sentencia sobre jurisdicción, dictada por la Corte el 18 de diciembre de 2020, en la que el Tribunal afirmó su competencia para conocer del caso. En esa ocasión, de manera debidamente fundamentada, la Corte desmenuzó y rechazó cada una de las alegaciones de un desafortunado y mal concebido memorándum presentado por Venezuela, para negar la competencia de la Corte en este caso. Si no hubiéramos dicho nada y, simplemente, hubiéramos dejado que la propia Corte -en los términos del artículo 53 de su Estatuto- tuviera que asegurarse de que tenía competencia, tal vez hubiéramos tenido más suerte. Pero prevaleció el criterio de los aficionados que, con su propia lógica anti-cartesiana, quisieron impresionar al Tribunal.

Tampoco luce bien el que ahora se haya rechazado, en forma igualmente contundente, un recurso de inadmisibilidad de la demanda intentado por Venezuela, y que nunca debió haberse presentado. Ya son dos veces en que los argumentos de Venezuela -sobre cuestiones que no tienen que ver con los méritos de la controversia territorial- son desestimados. Evadir lo que realmente importa, y plantear argumentos carentes de toda lógica, perjudica la imagen de Venezuela ante la Corte, y daña la credibilidad de su justa reclamación.

Hasta hace un par de décadas, la posición de Venezuela sobre la controversia por el territorio del Esequibo era muy simple, y se resumía en tres puntos: 1) el proceso arbitral que condujo al laudo de París fue una farsa; 2) el laudo de París es nulo; y 3) el territorio situado al oeste del río Esequibo pertenece histórica y jurídicamente a Venezuela. Con el Acuerdo de Ginebra, a eso se sumó el que las partes se comprometieron a buscar “un arreglo práctico” y mutuamente satisfactorio de la controversia fronteriza. ¿Por qué teníamos que apartarnos de ese guion? ¿Por qué teníamos que recurrir a interpretaciones absurdas del artículo IV del Acuerdo de Ginebra para negar que la Corte tuviera competencia para conocer de este caso? ¿Por qué teníamos que caer en el ridículo, sosteniendo que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte era una “parte indispensable» en este procedimiento? Si se hubiera admitido este argumento, ¿qué ganaba Venezuela? ¿Por qué teníamos que exponernos a que los abogados de Guyana nos dieran una lección magistral de Derecho Internacional sobre una cuestión que no cuenta en esta disputa, y que sabíamos que íbamos a perder?

Que quede claro que ésta no era la batalla decisiva, y que esta decisión no implica una toma de posición, por parte de la Corte, respecto de la cuestión de fondo, sobre la nulidad o validez del laudo y sobre la frontera terrestre definitiva entre ambos países. Pero ya no hay más excusas para eludir entrar en el fondo de la controversia. Ahora, con o sin la participación de Venezuela, el proceso seguirá adelante y, dentro de tres o cuatro años, habrá una sentencia definitiva, que será obligatoria para las partes. Por eso, la participación de Venezuela en el procedimiento ante la Corte Internacional de Justicia garantiza que nuestros argumentos serán escuchados.

Lo que queda por saber es si hemos aprovechado el tiempo transcurrido entre el momento en que se interpuso la excepción preliminar y la fecha en que la CIJ ha dictado su fallo sobre este incidente procesal. Imagino que los abogados del gobierno han sabido aprovechar estos diez meses extra, y que ya hay una sólida respuesta a la memoria de Guyana, tanto en lo que se refiere a la nulidad del laudo como en lo concerniente a los títulos históricos y jurídicos sobre el territorio en disputa. Si hemos hecho la tarea, podemos estar tranquilos.

Después de una sentencia que rechaza categóricamente la excepción preliminar de Venezuela, el gobierno venezolano ha emitido un comunicado en el que “celebra” esta decisión, pues -en su opinión- valida los argumentos presentados por los representantes de Venezuela ante la Corte. ¡Si la Corte nos da la razón, entonces no hay nada que temer!

Esta declaración oficial, sin duda sorprendente, concluye con la afirmación, ya hecha letanía, de que “el sol de Venezuela nace en el Esequibo”. Eso suena muy bien como el lema de una pancarta, o como el eslogan para arengar al pueblo a una batalla. Pero los litigios no se ganan con frases simplonas y vacías de contenido, que suenan como lo que pudiera decir el señor Chauvin, ese soldado de Napoleón del que el chauvinismo toma su nombre. Si pretendemos obtener una sentencia favorable en esta disputa, habrá que perfilar mejor nuestros argumentos y concentrarnos en lo que está en discusión ante la Corte. No necesitamos más tiempo para elaborar la contra memoria que debemos presentar en diciembre próximo ante la Corte.

Preocupa, sin embargo, que, en el antes referido comunicado del gobierno de Venezuela, éste diga que “Venezuela no reconoce el mecanismo judicial” como medio de solución de esta controversia, y que “evaluará” las implicaciones de esta sentencia, sugiriendo que se podría retirar de las fases siguientes del procedimiento pendiente ante la Corte. Cabe recordar que, el 7 de junio pasado, al interponer una excepción preliminar, Venezuela terminó por aceptar la competencia de la Corte, y decidió comparecer en el procedimiento ante ella. Ya hemos designado un juez ad-hoc, ya hemos nombrado al agente y a los agentes alternos del Estado, y ya nos hemos incorporado al procedimiento ante la Corte, lo que hace absurdo que, a estas alturas, volvamos a insistir en que la Corte carece de competencia. Eso ya fue resuelto por la Corte, en su sentencia del 18 de diciembre de 2020, y esa sentencia es obligatoria, del mismo modo que lo será la que se dicte sobre el fondo de esta controversia.

No participar en las fases siguientes del proceso tendrá como único efecto el que Venezuela no podrá hacer oír su voz y sus argumentos en la Corte, y no podrá defender sus derechos e intereses en forma adecuada. Eso hará más probable que se adopte un fallo adverso, el cual será obligatorio, y respecto del cual no procederá recurso alguno. Actuemos con responsabilidad. Venezuela no entendería que, en esta coyuntura, quienes le representan en esta disputa territorial se retiraran del procedimiento que se sigue ante la Corte. Además, ¿por qué hacerlo si, según dice el gobierno, la Corte nos dio la razón?

En el comunicado del gobierno de Venezuela, éste sostiene que el Acuerdo de Ginebra es “el único instrumento válido y vigente para resolver la controversia” sobre el territorio en disputa. Por supuesto que es así, y la Corte lo tuvo muy en cuenta en su sentencia sobre jurisdicción. Lo que le confiere competencia a la Corte en este caso es el Acuerdo de Ginebra. No lo olvidemos, y no tergiversemos los hechos. Según el artículo IV del Acuerdo de Ginebra, salvo que las partes convinieran otra cosa, se facultó al secretario general de la ONU para “escoger” el medio de solución de esta controversia, de entre aquellos indicados por el artículo 33 de la Carta de la ONU. Entre esos medios figura el arreglo judicial, y Venezuela lo tenía muy claro cuando, en el Congreso de la República, se discutió la ratificación de este tratado. Estamos en la Corte como consecuencia del Acuerdo de Ginebra, y en aplicación de éste. En lo personal, considero que, en los términos de dicho Tratado, la Corte no puede resolver esta controversia, porque la función de los tribunales de justicia no es buscar “arreglos prácticos”, sino aplicar el Derecho. Pero eso es otra cuestión.

Éste es el asunto de mayor trascendencia que ha debido enfrentar Venezuela en toda su historia republicana, y que ha marcado el alma de los venezolanos con el sentimiento de que el compromiso arbitral -negociado a espaldas de Venezuela- fue un engaño, que el proceso arbitral fue un fraude, que el laudo de París fue un despojo, que el territorio situado al oeste del río Esequibo pertenece legítimamente a Venezuela, y que ésta es una injusticia histórica que debe ser reparada. Esta vez, estamos ante un Tribunal debidamente constituido, independiente e imparcial, en el que las partes están en igualdad procesal. Nuestras pruebas serán recibidas y nuestros argumentos serán debidamente considerados. Ésta es la oportunidad que Venezuela esperaba para hacer oír su voz y su reclamo. ¡No la desperdiciemos! Depende de nosotros presentar nuestros argumentos de manera convincente. Si quienes nos representan son incapaces de hacer esta tarea, no culpemos a los demás, aceptemos el resultado con madurez, y no inventemos supuestas conspiraciones.

La estrategia seguida hasta el momento ha demostrado ser equivocada. Ya hemos perdido dos, de tres. Venezuela ya ha agotado dos de sus cartuchos, y sólo le queda uno. Si seguimos por ese camino, la sentencia sobre el fondo será igualmente adversa, y con eso se habrá puesto punto final a la legítima reclamación venezolana. ¿Vamos a seguir por ese camino? ¿Sabe el capitán hacia dónde está conduciendo la nave del Estado? ¿O será que el capitán está borracho?

07/04/2023:

https://www.elnacional.com/opinion/venezuela-ante-la-cij-en-el-caso-del-esequibo-segundo-aviso/

EQUITATIVO Y RAZONABLE: LA SENTENCIA DE LA CIJ EN EL CASO SILALA

Héctor Faúndez

El 1 de diciembre pasado, la Corte Internacional de Justicia dictó su sentencia en el caso de la demanda de Chile en contra de Bolivia por el estatuto y el uso de las aguas del río Silala, el cual nace en territorio boliviano, atraviesa la frontera entre Chile y Bolivia, y continúa su curso, hasta desembocar en el río San Pedro, en el desierto de Atacama, en Chile. Como todas las sentencias de la CIJ, ésta es “definitiva, sin apelación y vinculante para las partes”. Pero no está prohibido comentarla, e incluso criticar algunas de sus conclusiones, de sus omisiones, o de sus silencios.

No es el propósito de estas líneas entrar en los antecedentes del conflicto por el uso de las aguas del Silala, ni tampoco en la disputa inicial entre ambos países, en cuanto a si el Silala era un río, si el “aumento artificial” del caudal superficial de sus aguas tenía algún efecto jurídico, o si se trataba de aguas de manantial que se encontraban íntegramente en territorio boliviano. Sobre esta cuestión, finalmente, ambas partes se pusieron de acuerdo, aceptando que se trataba de un curso de aguas internacionales, y que se regían por el Derecho Internacional consuetudinario sobre los usos de los cursos de aguas internacionales para fines distintos de la navegación.

El Tribunal encontró que algunas de las posiciones de las partes habían evolucionado considerablemente en el curso del procedimiento, por lo que decidió que tanto las demandas de Chile como las reconvenciones de Bolivia carecían de objeto, o planteaban cuestiones puramente hipotéticas, por lo que debían ser rechazadas. El argumento central era que, al no subsistir una controversia entre las partes al momento en que la Corte debió pronunciarse, la demanda y sus reconvenciones carecían de objeto.

Según un viejo aforismo jurídico, incumbe al Tribunal decir el Derecho (Jura novit curia). Sin embargo, sin que hubiera un acuerdo entre las partes, y sin que éstas hubieran retirado sus respectivas peticiones, al considerar que había una “convergencia de posiciones”, la Corte estimó innecesario pronunciarse en seis de los puntos que se sometieron a su consideración. Los dos puntos restantes fueron rechazados, por lo que, en palabras de los jueces Peter Tomka y Bruno Simma, la Corte terminó por no decidir prácticamente nada. Por su parte, la juez Charlesworth observó que la Corte ni aceptó ni rechazó las alegaciones de las partes, concentrándose en determinar si ellas habían llegado a un acuerdo, pero sin examinar las consecuencias jurídicas de una supuesta convergencia de posiciones, y sin determinar si las posiciones de las partes suponían un compromiso jurídico vinculante para ellas. Sobre este particular, hay que hacer notar que Chile había pedido una sentencia declarativa, que garantizara la seguridad jurídica, y que evitara que las partes pudieran cambiar de posición en el futuro. Incluso si había convergencia de posiciones entre las partes -con alegaciones que, según la propia sentencia, podían ser “vagas, ambiguas, o condicionadas”-, el fallo de la Corte ha sido desafortunado, al no pronunciarse sobre el efecto jurídico de las posiciones de las partes, dejando espacio para una nueva controversia.

Pero hay un punto, sobre el derecho al “uso equitativo y razonable” de las aguas del Silala, que sí mereció algunas consideraciones -probablemente insuficientes- por parte del Tribunal, y que es a lo que me deseo referir.

La Corte sostiene que, según el Derecho Internacional consuetudinario, todo Estado ribereño tiene un derecho básico a una distribución equitativa y razonable de los recursos de un curso de agua internacional, y está obligado a no exceder ese derecho, privando a otros Estados ribereños de su derecho equivalente a un uso y distribución razonable. No obstante, el Tribunal advierte que el principio del uso equitativo y razonable de un curso de aguas internacionales no debe aplicarse de manera abstracta o estática, sino comparando las situaciones de los Estados involucrados y la utilización que ellos hagan del curso de agua en un momento dado. Obviamente, “equitativo y razonable” no son conceptos equivalentes, sino que expresan ideas diferentes, siendo necesaria la concurrencia de ambos, en una ponderación justa y adecuada de distintos elementos. Según advierte el embajador Roberto Ruiz -en la versión preliminar de un trabajo sobre este tema, que tuvo la gentileza de compartir conmigo-, el concepto de uso equitativo fue evolucionando, desde una interpretación de uso equivalente, a una igualdad de derechos sin preeminencia de una de las partes; se trata, en sus palabras, de “una concepción de la equidad basada en las necesidades de cada parte”. Mientras la equidad apunta a lograr una distribución justa, teniendo en cuenta las distintas necesidades de cada parte y las circunstancias particulares de cada caso, la razonabilidad atiende al aprovechamiento ambientalmente correcto de los recursos hídricos o sustentables. Junto con el cambio de circunstancias, las necesidades de las partes pueden cambiar con el tiempo; asimismo, lo que antes era ambientalmente razonable puede haber dejado de serlo, para dar paso a exigencias diferentes. A juicio de Roberto Ruiz, el uso razonable se torna irrazonable cuando las extracciones de agua por parte de un Estado ribereño se convierten en excesivas, o en casos de grave contaminación del curso de agua. El requerimiento de uso equitativo y razonable no atiende solamente a la cantidad de agua que le corresponde a cada una de las partes, sino también a lo que se hace con ella.

En su sentencia en el caso de las papeleras en el río Uruguay, la Corte había sostenido que la utilización de las aguas internacionales no puede ser considerada equitativa y razonable si los intereses del otro Estado ribereño y la protección ambiental de este último no han sido tenidas en consideración. A juicio del Tribunal, existe una interconexión entre el aprovechamiento equitativo y razonable de un recurso compartido y el equilibrio entre el desarrollo económico y la protección ambiental, que es de la esencia del desarrollo sustentable. Pero, en esta ocasión, la CIJ no consideró necesario elaborar sobre estas dos ideas, que están en el corazón del Derecho Internacional ambiental, y que merecían un análisis más detenido.

La Corte tomó nota de que, en el curso del procedimiento ante ella, se hizo evidente que las partes estaban de acuerdo en que el principio de uso equitativo y razonable se aplicaba a la totalidad de las aguas del Silala, independientemente de su carácter “natural” o “artificial”, y que ambas tenían derecho al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala en virtud del Derecho Internacional consuetudinario. Por lo tanto, la Corte concluyó que la parte pertinente de la demanda formulada por Chile ya no tenía objeto, y que el Tribunal no estaba llamado a pronunciarse sobre ese particular. Pero, aceptando que, en este punto, había convergencia entre las partes, la Corte no dice si, en efecto, lo sostenido por las partes corresponde a una correcta interpretación del Derecho Internacional. Lo que es más notable, tampoco dice que éste es un asunto que se da definitivamente por zanjado, con el efecto de cosa juzgada.

En el caso que comentamos, el principio del uso razonable y equitativo surgió, de nuevo, en relación con el uso pasado, actual, y futuro de las aguas del Silala. Pero, de nuevo, la Corte sostuvo que, en el curso del procedimiento ante ella, las partes habían llegado a un acuerdo sobre el particular, aceptando que ambas tenían un derecho correspondiente al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala, por lo que esta parte de la demanda de Chile ya no tenía objeto, y el Tribunal no estaba llamado a pronunciarse al respecto. Que las partes estuvieran de acuerdo en que ambas tenían derecho al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala no significa que estuvieran de acuerdo en qué es lo que -en las circunstancias del caso- cada una de ellas consideraba equitativo y razonable, cuestión que le correspondía decidir al Tribunal. Sin embargo, la Corte juzgó que no había una controversia que resolver.

El uso equitativo y razonable de las aguas del Silala está igualmente relacionado con otro punto de la demanda, referido a la obligación de evitar el daño transfronterizo que, en el Derecho Internacional, se remonta, por lo menos, al caso de la Fundición de Trail, en la Columbia Británica. Esta obligación es una consecuencia necesaria del principio del uso “razonable” de las aguas internacionales. Pero, de nuevo, la Corte consideró que las partes habían llegado a un acuerdo sobre el fondo de la alegación de Chile, por lo que esta parte de la demanda ya no tenía objeto y, por lo tanto, el Tribunal ya no estaba llamado a pronunciarse sobre el particular. Sin embargo, si el núcleo de la controversia tenía que ver con el principio del uso equitativo y razonable de las aguas internacionales, independientemente de lo que dijeran las partes, la Corte podría haber elaborado más en cuanto al contenido de dicho principio, y en cuanto a los derechos y obligaciones que éste supone para las partes, particularmente en lo que concierne al deber de no contaminar esas aguas, que son de uso compartido. La Corte se refiere a un supuesto acuerdo entre Chile y Bolivia sobre este punto de la demanda, pero no dice qué es lo que dispone el Derecho Internacional sobre esta materia, dejando, de nuevo, abierta la puerta para una controversia futura.

Respecto de la obligación de notificar y consultar al Estado que se encuentra aguas abajo, en lo que concierne a las medidas que puedan tener un efecto adverso sobre las aguas internacionales -cuestión que ya había sido abordada en el caso del Lago Lanoux-, la Corte admitió que había un desacuerdo entre las partes, tanto respecto de los hechos como del Derecho aplicable. Ésta es una obligación que se encuentra establecida en la Convención de 1997, sobre el derecho de los usos de los cursos de agua internacionales para fines distintos de la navegación, la cual menciona, entre los factores pertinentes en una utilización equitativa y razonable, los efectos que el uso o los usos del curso de agua en uno de los Estados ribereños produzcan en otros Estados del curso de agua. Si bien dicha Convención no ha sido ratificada por ninguna de las partes en esta controversia, ella era invocada como prueba del Derecho consuetudinario, en cuanto éste habría sido codificado por la citada Convención. Se trata, por lo tanto, de una obligación que no es ajena al principio del uso equitativo y razonable de las aguas internacionales. La Corte tuvo en cuenta que Bolivia no ha reconocido que la definición de “curso de agua internacional” establecida en el artículo 2 de la Convención de 1997 refleje el Derecho Internacional consuetudinario. Pero, en este caso, se trataba del artículo 6, número 1, literal d, de la Convención, que no ha sido formalmente objetado por Bolivia, en cuanto expresión del Derecho consuetudinario, y no había ninguna razón para que la Corte omitiera pronunciarse sobre este asunto.

En relación con este mismo punto, la Corte sostiene que el desacuerdo entre las partes no tiene que ver con las obligaciones sustantivas, sino con las obligaciones procesales y su aplicación en las circunstancias de este caso. En particular, la Corte considera que la discrepancia de las partes se refiere al umbral a partir del cual surge la obligación de notificar y consultar a los otros Estados sobre las medidas que pudieran tener un efecto adverso en la utilización de las aguas internacionales. La diferencia estaría en requerir un “efecto negativo sensible”, o un criterio más riguroso, de un “daño sensible”, para que surja la obligación de notificar. Además, el Tribunal consideró que, en el presente caso, no se habría probado que esta obligación reflejara el Derecho Internacional consuetudinario, por lo que no podía concluir que la disposición citada de la Convención de 1997 correspondiera a una obligación derivada del Derecho Internacional consuetudinario. Según la jurisprudencia de la Corte, esta obligación se aplicaría cuando “existe un riesgo de daño transfronterizo sensible”. A juicio del Tribunal, cuando se presente esa situación, antes de emprender una actividad que pueda afectar negativamente al medio ambiente de otro Estado, el Estado debe determinar si existe un riesgo de daño transfronterizo sensible, lo que daría lugar a la obligación de realizar una evaluación de impacto ambiental. Si se confirma que tal riesgo existe, el Estado estaría en la obligación de notificar y consultar con el Estado potencialmente afectado, para determinar las medidas apropiadas para prevenir o mitigar dicho riesgo, lo cual es una obligación de comportamiento y no de resultado.

Según la Corte, un “efecto negativo sensible” podría no alcanzar el nivel de “daño sensible” requerido por la Convención. Pero da la impresión que, en cualquiera de esas hipótesis, se estaría infringiendo el principio del uso razonable de las aguas internacionales, a sabiendas de que las medidas adoptadas tienen, por lo menos, un efecto negativo sensible en su utilización compartida. Incluso si las partes hubieran llegado a un acuerdo sobre el particular, la Corte podía haber examinado si ese estándar correspondía fielmente al Derecho Internacional en vigor, o si se había apartado de él sin infringir normas imperativas de Derecho Internacional. Que las aguas internacionales constituyan un recurso compartido, sobre el que los Estados ribereños tienen un derecho común, no significa que cualquiera de las partes pueda cambiar, a voluntad, el régimen jurídico de esas aguas, alterando lo que, tal vez, son normas imperativas de Derecho Internacional general.

La Corte considera que cada Estado ribereño está obligado a notificar y consultar al otro Estado ribereño con respecto a cualquier actividad prevista que suponga un riesgo de daño sensible para dicho Estado. No obstante, teniendo en cuenta los hechos del caso, en su sentencia, el Tribunal concluyó que Bolivia no había incumplido la obligación de notificar y consultar que le incumbe de acuerdo con el Derecho Internacional consuetudinario, pues ninguna de las medidas proyectadas o efectivamente realizadas por Bolivia era idónea para producir ese tipo de daños, por lo que esta parte de la demanda fue igualmente desestimada. A pesar de lo anterior, el Tribunal tomó nota de la voluntad de Bolivia de continuar cooperando con Chile, con miras a garantizar, a cada parte, un uso equitativo y razonable de las aguas del Silala.

Pareciera que esta vez la Corte no quiso hacer su trabajo, o sólo lo hizo a medias. Pero, a pesar de los notables silencios que guarda esta sentencia sobre asuntos cruciales planteados por las partes, queda, sin embargo, la idea de que la noción de equidad, como sinónimo de lo que es justo, que desde hace décadas se ha abierto camino en el Derecho Internacional (en compromisos arbitrales, en disputas territoriales, en la interpretación de tratados, en la evaluación de daños, en la determinación de la eficacia de los recursos internos disponibles y, por supuesto, en la utilización de aguas internacionales compartidas), continúa avanzando. Esa idea de la equidad ya no es parte de la nostalgia por un Derecho natural trasnochado y superado, sino que es expresión de un principio general del Derecho Internacional positivo, que encuentra aplicación en numerosas esferas de la vida internacional, como se refleja en la jurisprudencia de los Tribunales internacionales. Lamentablemente, la Corte desperdició una preciosa oportunidad para avanzar en el desarrollo de este concepto.

06/01/2023:

https://www.elnacional.com/opinion/equitativo-y-razonable-la-sentencia-de-la-cij-en-el-caso-silala/

EL ESEQUIBO Y EL ÚLTIMO CONEJO EN LA MANGA

Héctor Faúndez 

En la controversia del Esequibo, que cursa ante la Corte Internacional de Justicia, entre el 17 y el 22 de noviembre pasado, la Corte ha oído los argumentos de Venezuela y Guyana sobre la excepción preliminar de inadmisibilidad interpuesta por Venezuela, en relación con la demanda intentada por Guyana para que se declare la validez del laudo de París, del 3 de octubre de 1899. Venezuela ya no discute la competencia de la Corte, lo cual es un asunto que ya estaba zanjado, por la sentencia que dictó la CIJ en diciembre de 2020. Lo que se planteó en estas audiencias es un mero incidente procesal, que suspendió el procedimiento sobre el fondo, y que no tiene que ver con el objeto mismo de la controversia, sino con la admisibilidad de la demanda. Durante dos días, Venezuela alegó que, por tener interés en el resultado del juicio, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte era una parte indispensable en ese procedimiento judicial, y que, al no ser parte en el mismo, la demanda era inadmisible. Este argumento es el último conejo en la manga que tenía Venezuela para intentar evitar que la CIJ entre a conocer del objeto de la controversia. Aunque las cosas no parecen haber ido como se esperaba en relación con este incidente procesal, hay que saludar -y celebrar- la decisión del gobierno de incorporarse al procedimiento ante la Corte, de hacer oír sus argumentos, y de defender los derechos e intereses de Venezuela.

Respecto de la excepción preliminar, en su momento, dijimos que ésta era una estrategia equivocada, y que no debíamos desviarnos de lo que -por más de medio siglo- había sido la posición tradicional de la cancillería venezolana, que se resume en tres puntos: 1) el procedimiento arbitral que condujo al laudo de París fue una farsa, 2) el laudo arbitral del 3 de octubre de 1899 es nulo, y 3) Venezuela posee títulos históricos y jurídicos que demuestran que el Esequibo es parte integrante de su territorio. En un asunto tan claro y tan diáfano, que Venezuela ha tenido suficiente tiempo para preparar, no había que darle más vueltas, y había que abordar lo que es el núcleo de la legítima reclamación venezolana: la nulidad del laudo de París, y la soberanía sobre el territorio en disputa. Con esta excepción preliminar creo que perdimos el rumbo.

Si, en la controversia del Esequibo, ha habido la sucesión de un Estado por otro -el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte por Guyana-, si es con Guyana con quien nos hemos entendido (durante 27 años) en la gestión de buenos oficios intentados por el representante del secretario general de la ONU, y si es Guyana quien ha sometido a la Corte la cuestión de la nulidad o validez del laudo de París, no tenía sentido insistir en la presencia del Reino Unido en este proceso. En mi opinión, no había razones jurídicas ni políticas para siquiera sugerir ese argumento, y mucho menos para plantearlo ante la CIJ. La causa de Venezuela no se vería favorecida por tener que litigar en contra de dos Estados -y dos equipos jurídicos- al mismo tiempo. Además, ¿cómo es que la participación del Reino Unido nos ayudaría a obtener un fallo favorable? Suponiendo que la Corte aceptara el argumento de Venezuela, declarando inadmisible la demanda de Guyana, ¿por qué, al volver a la etapa anterior a la demanda, estaríamos en una mejor posición que en la que estamos ahora, para obtener una solución definitiva de esta controversia?

Con esta estrategia Venezuela pretende poner fin a la controversia judicial, y volver a la mesa de negociación con Guyana (no con el Reino Unido). Pero, asumiendo que se pueda persuadir a Guyana para sentarse a negociar, si los argumentos de Venezuela sobre la nulidad del laudo y sobre la legitimidad de sus títulos territoriales sobre el Esequibo son suficientemente sólidos -como, en efecto, lo son-, ¿por qué sólo sirven para negociar eternamente, pero no para presentarlos y hacerlos valer en una instancia jurisdiccional?

En la exposición de su tesis sobre la presencia del Reino Unido como parte indispensable en el proceso, la delegación venezolana no estuvo a la altura que se esperaba. Si bien los alegatos de ambas partes han sido más que elocuentes, la Corte aún no ha dicho su palabra respecto de este incidente. Pero, por el momento, tenemos que observar que, en cuanto a la estrategia de litigio, lamentablemente, los hechos nos han dado la razón: Venezuela cometió un desatino. Adicionalmente, sí íbamos a utilizar esta ocasión para referirnos a hechos que han viciado de nulidad el laudo de París, teníamos que hacerlo de manera integral, bien articulada, y sin rodeos. Pero no teníamos que distraernos con teorías equivocadas, ajenas a la tesis tradicional de Venezuela, y alejadas del objetivo central de esta controversia, pretendiendo involucrar a otro Estado en el proceso judicial ante la CIJ. Si Venezuela tiene la razón y la justicia de su lado, no tenía ninguna necesidad de recurrir a recursos dilatorios que no podemos ganar, que nos colocan en una posición jurídicamente indefendible, y que nos restan credibilidad ante los jueces de la Corte y ante la comunidad internacional.

Me pareció muy bien que, en la primera audiencia, estuviera presente la vicepresidente Delcy Rodríguez, porque con eso se estaba poniendo de relieve la relevancia que este asunto tiene para el gobierno de Venezuela. Pero lamento que la señora vicepresidente se haya ausentado de las sesiones siguientes, del mismo modo que lamento que, en vez de incluir a amigos en la delegación venezolana, no se haya invitado a participar en la misma a algunas figuras representativas de la oposición, con lo cual se hubiera subrayado que éste es un asunto de Estado.

Después de la primera ronda de alegatos, me quedó la sensación de que quienes comparecieron ante la CIJ en nombre de Venezuela confundieron cuestiones de fondo con cuestiones preliminares, que sus exposiciones estuvieron mal hilvanadas, y que demostraron una incomprensible falta de preparación en un asunto que, curiosamente, había sido planteado por ellos mismos. Por el contrario, el equipo de abogados que representa a Guyana actuó coordinadamente, fue directamente al asunto tratado por la excepción preliminar, sus argumentos fueron presentados de manera bien estructurada, y demostró una envidiable solidez profesional. Esperemos qué va a decir la Corte; pero no creo que lo que diga vaya a ser una sorpresa para los expertos en Derecho Internacional.

Lo preocupante no es que quienes representan a Venezuela en la CIJ dieran un paso en falso en un incidente procesal en el que no podían ser sorprendidos por la contraparte, sino que hayan comprometido gravemente la credibilidad de nuestra posición ante el Tribunal, y que hayan puesto en duda la justicia de nuestra reclamación. Si es así, ésta parece ser la hora de cambiar de estrategia, y de renovar el equipo de abogados de Venezuela, sustituyéndolo por uno bien dirigido, que no esté asociado con este error garrafal, y que, en lo que concierne a la cuestión de fondo, sea capaz de preparar una defensa profesionalmente coherente con lo que ha sido la posición tradicional de Venezuela. Lo que está en juego es demasiado importante como para no rectificar. No hacerlo es resignarnos al fracaso más estrepitoso en la decisión sobre la cuestión de fondo, que es lo que verdaderamente importa.

Para ponerlo de la manera más condescendiente posible, lo menos que puedo decir es que, lo que observamos hace escasos días en la Corte de La Haya, por parte del equipo de abogados que representó a Venezuela, fue desafortunado. No teníamos que desgastarnos en un trámite inútil, que sólo nos aleja del objetivo fundamental de Venezuela, que es lograr que se repare una injusticia histórica. Si la idea de la “excepción preliminar” fue de los responsables políticos, nuestros abogados debieron advertirles lo que podía pasar, y no prestarse para cometer un desatino que no nos beneficia en absoluto.

Las cartas ya están sobre la mesa y, en este trámite ante la CIJ, Venezuela no ha mostrado tener un as bajo la manga. Una vez que la Corte decida este incidente, todo indica que deberemos entrar a discutir la cuestión de fondo: la nulidad o validez del laudo arbitral del 3 de octubre de 1899, y la determinación de la frontera definitiva entre Venezuela y Guyana. Ya no podremos seguir dándole largas. La fecha para que Venezuela presente su contra memoria se habrá pospuesto cinco o seis meses; pero, con o sin la contra memoria de Venezuela, dentro de 3 o 4 años habrá una sentencia definitiva, que será obligatoria.

Estuvimos muy mal asistidos en un asunto que no tiene mayor trascendencia, y que puede que perdamos. Pero debemos aprender de nuestros errores. Lo sensato es que las autoridades de Venezuela asuman su responsabilidad, y preparen sus argumentos sobre lo que es el objeto de esta controversia.¡Que esta vez no nos pillen fuera de base! Venezuela tiene sólidos argumentos para demostrar que el proceso arbitral fue una farsa, que el laudo de París es nulo, y que los títulos históricos y jurídicos demuestran que el Esequibo es de Venezuela. ¡Esa es la tarea que tenemos por delante!

25/11/2022:

https://www.elnacional.com/opinion/el-esequibo-y-el-ultimo-conejo-en-la-manga/

ESTIRANDO LA MECHA EN LA CORTE INTERNACIONAL DE JUSTICIA

Héctor Faúndez 

Estamos cerca de cumplir dos siglos desde que la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda le encomendara al naturalista Robert Schomburgk explorar la entonces colonia de la Guyana Británica. Con dicho antecedente, en 1840, Schomburgk fue enviado de vuelta a Guyana, esta vez por el gobierno británico, con la misión de trazar las fronteras de dicha colonia. Desde entonces, sucesivos gobiernos venezolanos no han hecho más que defender la ribera occidental del Esequibo como territorio venezolano. Durante estos casi doscientos años, se ha acumulado abundante documentación sobre los derechos de Venezuela en ese espacio geográfico, así como sobre el territorio que, mediante el tratado de 1814, las Provincias Unidas de los Países Bajos cedieron a Gran Bretaña, y que ésta podía reclamar como propios y traspasar a su antigua colonia.

Hace justo 123 años, después de una farsa procesal, un Tribunal arbitral dictó un laudo espurio que, desde el comienzo, se ha sostenido, y se ha demostrado, que es irremediablemente nulo. Es a partir de esa constatación que, en 1966, la diplomacia venezolana logró que se suscribiera el Acuerdo de Ginebra, mediante el cual las partes dejaron de lado el laudo de París, y acordaron buscar un “arreglo práctico” y mutuamente satisfactorio. Guyana es parte en ese tratado, al igual que lo son Venezuela y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

A partir del Acuerdo de Ginebra, durante la segunda mitad del siglo pasado, asistidas por los buenos oficios del secretario general de la ONU, las partes procuraron encontrar una solución a esta disputa. Pero, por ese camino, por la terquedad de Guyana o por la torpeza de nuestros negociadores, Venezuela no logró recuperar ni un centímetro del territorio usurpado. Ahora, con el caso ante la Corte Internacional de Justicia, con las actuales debilidades políticas y económicas de Venezuela, y con las actuales fortalezas y las alianzas estratégicas de Guyana (que cuenta con el apoyo explícito de grandes corporaciones petroleras, Brasil, Cuba, Estados Unidos, China, el Caricom, y el Movimiento de Países no Alineados), no es realista asumir que podemos doblarle la mano a Guyana, obligarla a volver a una mesa de negociación, y ceder parte de un territorio que cree que le pertenece. Tampoco es que ahora tengamos mejores negociadores que Ignacio Iribarren Borges, Arístides Calvani, o Isidro Morales Paúl. Y no tiene mucho sentido empeñarse en volver a negociar, sine die, cuando Guyana no tiene ningún incentivo para renunciar a un territorio que está bajo su control, y cuando está convencida de que, a corto plazo, puede obtener una sentencia favorable, reafirmando la validez del laudo de París.

Hace más de cuatro años y medio que, invocando el Acuerdo de Ginebra y la decisión del secretario general de la ONU -señalando que el medio idóneo para la solución de esta controversia era el recurso a la Corte Internacional de Justicia-, Guyana cerró el paso a futuras negociaciones y demandó a Venezuela ante la CIJ, para que sea ésta la que se pronuncie sobre la validez del laudo del 3 de octubre de 1899. Ya se van a cumplir dos años desde que, en su sentencia sobre jurisdicción, teniendo en cuenta el Acuerdo de Ginebra, la Corte determinó que ella es competente para conocer de la nulidad o validez del laudo y de la cuestión relacionada con la determinación de la frontera “terrestre” definitiva entre Guyana y Venezuela.

Complaciendo los deseos de Venezuela, en una resolución inédita, la Corte fijó un plazo de un año para que Guyana presentara su memoria (el cual se cumplió el 8 de marzo pasado), y un año más para que, el 8 de marzo de 2023, Venezuela presentara su contramemoria. En mi experiencia como profesor de Derecho Internacional Público, no recuerdo otro caso en el que se haya otorgado un plazo tan largo para que las partes presentaran su caso. Por supuesto, podría argumentarse que éste es un asunto muy complejo, dando por sentado que los demás conflictos internacionales no lo son; pero éste no es un asunto en el que alguna de las partes estuviera desprevenida, que tuviera dificultades para encontrar la documentación pertinente, o que necesitara mucho tiempo para preparar sus argumentos sobre un tema que -en lo que al laudo concierne- estaba sobre el tapete desde hace más de un siglo.

Luego de muchas vacilaciones, entre comparecer o no comparecer, finalmente el gobierno de Venezuela ha decidido comparecer en el procedimiento ante la CIJ. Éste era, sin duda, el camino más razonable para defender los derechos e intereses de Venezuela, pues la sentencia que dicte la Corte -con o sin la participación de Venezuela- será obligatoria. Como en todo litigio, sólo una de las partes puede ganar; pero, si no comparecíamos, era difícil imaginar algo distinto a un resultado adverso. Ahora las cosas están procesalmente más equilibradas -con la ventaja de que la razón y la justicia parecen estar del lado venezolano-, y el arreglo judicial se presenta como una oportunidad para resolver, de una vez, esta controversia interminable. La posición de Venezuela es suficientemente sólida como para defenderla en cualquier instancia judicial; y, si el fallo fuera adverso, habrá que admitir, hidalgamente, que no siempre tenemos la razón.

Sin embargo, creo que la estrategia procesal de Venezuela es equivocada, y tengo el fundado temor de que, a pesar del largo tiempo transcurrido, nuestra cancillería no se ha preparado, ni profesional, ni diplomática ni anímicamente, para enfrentar esta situación. No hay ningún signo visible que indique que quienes hoy mandan en Venezuela saben cómo abordar lo que es el objeto de la controversia. Por eso, me temo que, a menos que se cambie de rumbo y se conforme un equipo de defensa profesionalmente calificado para esta tarea, que refleje un amplio consenso nacional en lo que es un asunto de Estado, vamos camino del desastre.

Teniendo en cuenta la singular importancia de este caso, mientras Guyana nombró como agente ante la CIJ nada menos que a su entonces ministro de Relaciones Exteriores, Carl Greenidge, quien tiene años embebido en este asunto y que sabe lo que está en juego, Venezuela nombró a Samuel Moncada, un historiador desconocido como tal, quien se desempeña -sin pena ni gloria- como embajador ante la ONU, y de quien ignoramos cuál pueda ser su experticia sobre el objeto de esta controversia. Como quiera que sea, con esa designación, da la impresión que, para Venezuela, éste no es un asunto primordial, que deba ser asumido por una figura de más peso dentro del gobierno.

Como agente alterno, Guyana designó a Shridath Rampal, graduado en Londres y en Harvard, exministro de Relaciones Exteriores de Guyana, exsecretario general de la Commonwealth, un personaje prominente en la política exterior de Guyana, probablemente, el guyanés que mejor conoce la controversia del Esequibo, y una figura clave en el diseño de la estrategia de Guyana en el caso que nos ocupa. Lo prudente hubiera sido que Venezuela designara, como contraparte, a alguien con credenciales similares, que pusieran de relieve que Venezuela se toma muy en serio la controversia del Esequibo. Por el contrario, sin poner en duda el patriotismo y la dedicación de las personas designadas para ese efecto -y que no es necesario nombrar aquí-, su formación no es la que se requiere en esta coyuntura, no están en capacidad de diseñar una estrategia, y de convocar a los mejores y a los más capaces para llevarla adelante, bajo su liderazgo. Éste no es un asunto en el que podamos improvisar, recurriendo a aficionados, a diletantes, o a expertos en artesanía medieval. La factura de esa improvisación e irresponsabilidad la va a pagar el país, y la va a pagar muy caro.

Guyana tiene un formidable equipo jurídico, con los mejores expertos en Derecho Internacional, y con los mejores profesionales guyaneses, que trascienden las diferencias étnicas o políticas de esa Nación, empujando todos en una misma dirección. Por el contrario, excepto por dos o tres nombres que no son nada de tranquilizadores, no sabemos quiénes conforman el equipo de defensa de Venezuela. Siendo ésta una controversia que se desarrolla ante la Corte Internacional de Justicia, que tiene que aplicar el Derecho Internacional (no el Derecho Penal o el Derecho Constitucional), llama la atención que en el equipo de defensa no haya ningún venezolano experto en Derecho Internacional; y, que se sepa, tampoco hay ningún historiador, geógrafo, diplomático, u otro profesional experto en el tema, que pueda asistir al equipo jurídico. De los abogados extranjeros, sólo conocemos a uno que nos ha hablado de una estrategia política, pero no de los argumentos jurídicos de Venezuela. Hasta el momento, no hemos visto ni un solo borrador -o siquiera un esquema- con los argumentos de Venezuela. ¡Y no ha sido por falta de tiempo!

Ésta es una controversia eminentemente jurídica, que se tiene que resolver sobre la base del Derecho Internacional, pero que tiene connotaciones económicas, políticas y estratégicas, que no pueden ser desatendidas. Por eso, sorprende que, mientras Guyana está muy activa en el frente diplomático, y no pierde oportunidad de presentar su propia versión de los hechos y el Derecho en todos los foros disponibles, Venezuela permanece distraída e indiferente, resignada a cualquier cosa que nos pueda deparar el futuro, sin importarle la imagen deformada de esta controversia que pueda estar llegando a la comunidad internacional y a los jueces de la CIJ, y sin pedir medidas provisionales para detener el saqueo de los recursos naturales de la zona en disputa.

No ha habido, de parte del gobierno, ninguna señal llamando a constituir un equipo de defensa transversal, que incluya a los partidos políticos de la oposición, a las universidades, a la sociedad civil, y a quienes puedan aportar sus conocimientos, sumándose a una causa que debería ser de todos los venezolanos. Es cierto que la dirigencia opositora se ha mostrado absolutamente indiferente, como si este asunto no fuera de su incumbencia, como si les diera lo mismo, o como si ellos estuvieran apostando al fracaso, con la idea de pasarle factura a los responsables de una derrota judicial que ya se da por descontada, y de recomponer, más adelante, lo que ahora pudiera salir mal. Pero no habrá una segunda oportunidad. Si ganamos, no será un triunfo del chavismo, del madurismo, o del régimen, sino de Venezuela. Y, si perdemos, perdemos todos.

Seamos cuidadosos. Éste no es un asunto menor, en el que está en juego algo trivial, que se puede confiar a aficionados. Si fuéramos al mundial de fútbol, es obvio que no podríamos contar con Messi o Mbappé en nuestro equipo. Pero lo que no sería responsable es pretender formar una selección de fútbol con jugadores de dominó, que ignoran que la pelota es redonda, y que desconocen cuál es el objetivo del juego.

Pareciera que, como parte de esta falta de profesionalismo, en vez de trabajar afinando los detalles de una contramemoria bien hecha, y en vez de entrar sin temor en lo que es el objeto de la controversia, no hemos encontrado nada mejor que intentar recursos dilatorios, que (después de más de cuatro años y medio desde que se introdujo la demanda de Guyana) podrán darnos unos meses extras para presentar la contramemoria, pero que no sirven a ningún propósito útil, y que no van a impedir que, más temprano que tarde, tengamos que abordar la cuestión de fondo, que es la nulidad o validez del laudo de París. Para eso no requerimos más tiempo; lo que necesitamos son profesionales convencidos de que el laudo es nulo, y capaces de demostrar que es así. Lo otro es tarea de los abogados de Guyana, y no de los abogados de Venezuela.

En el antiguo procedimiento de canonización se contaba con un abogado del diablo, cuya misión era hacer notar los puntos débiles del candidato a santo. En cambio, en el procedimiento penal, nadie que esté en su sano juicio, y que sea acusado de un delito que no ha cometido, va a contratar a un abogado que no cree en su inocencia, que está convencido de que le van a condenar, y que todo lo que puede ofrecer es tratar de lograr que se posponga la ejecución, o negociar una sentencia reducida. Quien está pasando por ese trance necesita un abogado dispuesto a estudiar el caso con seriedad (tarea que sí es propia del abogado del diablo), a rebatir las pruebas en su contra, y a demostrar que el acusado es inocente. Lo mismo es válido en nuestro caso. Sembrar el desaliento es tarea de la contraparte.

Por lo menos desde 1949, los sucesivos gobiernos de Venezuela han sostenido que el proceso arbitral fue una farsa, que el laudo de París es nulo, y que el territorio del Esequibo es parte de Venezuela. Seamos coherentes con ese argumento -que tiene sólidos fundamentos de hecho y de Derecho-, y actuemos en consecuencia. No sigamos perdiendo el tiempo, porque el tiempo corre en contra nuestra.

Para Venezuela, el caso hoy pendiente ante la Corte Internacional de Justicia, para determinar la nulidad o validez del laudo de París, se ha convertido en una bomba de relojería. Aunque lo sensato sería llamar a los expertos para desactivar esa bomba, la estrategia del gobierno es estirar la mecha, para que no estalle tan pronto, y sentarnos a esperar, absolutamente hipnotizados por el sonido del tic-tac. Pero, con esa estrategia, la bomba nos va a estallar en la cara.

07/10/2022:

https://www.elnacional.com/opinion/columnista/estirando-la-mecha-en-la-corte-internacional-de-justicia/

LA CONTROVERSIA DEL ESQUIBO COMO LEGADO DEL COLONIALISMO

Héctor Faúndez  

Como consecuencia de la demanda introducida por Guyana en contra de Venezuela en relación con la controversia del Esequibo, la Corte Internacional de Justicia está llamada a decidir sobre la nulidad o validez del laudo de París, del 3 de octubre de 1899, y, en caso de pronunciarse por la nulidad del mismo, a determinar la frontera entre ambos países. Se trata de un inmenso territorio, rico en recursos naturales, situado a orillas del océano Atlántico. Lo lógico es que, ante una demanda judicial que afecta seriamente la integridad territorial de un Estado, y que pretende validar un laudo arbitral que constituyó una afrenta para la dignidad de Venezuela, cualquier gobierno responsable asuma seriamente la defensa de sus derechos. Sin embargo, salvo por una inicial objeción de la competencia de la Corte, planteada con torpeza, la respuesta de Venezuela ha sido la pasividad, la indiferencia y la inacción. Pero esa conducta era perfectamente previsible.

En el año 2004, siendo presidente de la República de Venezuela Hugo Chávez -que nunca tuvo ningún complejo para promover su figura mesiánica, incluso si para ello tenía que sacrificar los intereses de Venezuela-, manifestó, en relación con la controversia del Esequibo, que no iba a oponerse a ningún proyecto del gobierno de Guyana en el territorio en disputa. Luego, en 2006, siendo Maduro su ministro de Relaciones Exteriores, mediante un comunicado conjunto de ambos gobiernos, se hizo saber que ésta era una “herencia del colonialismo”, dejando claro que no había que insistir en la reclamación venezolana por ese territorio. Eso significó que, durante el mandato de Chávez y el de Nicolás Maduro, que le sucedió en el ejercicio de ese cargo, Venezuela no protestó -ni ha protestado- por las concesiones mineras, petroleras y forestales, otorgadas por el gobierno de Guyana, tanto en el territorio en disputa como en la proyección marítima del mismo en el océano Atlántico.

De manera coherente con lo manifestado por Chávez en 2004 y 2006 -por ignorancia, por razones ideológicas, o por ambas cosas a la vez-, el actual régimen venezolano ha sido indiferente ante lo que pueda decidir la CIJ, y ante los efectos que la sentencia que ella dicte sobre el fondo de la controversia pueda tener en la justa reclamación venezolana. Mientras el reloj sigue en marcha y se acerca la fecha en que Venezuela debería presentar su contra-memoria ante el referido Tribunal internacional, el régimen de Maduro está más pendiente de suministrar a Cuba un petróleo que necesitamos, y en condonar a los países del Caribe una deuda de 370 millones de dólares, que hubieran servido para mejorar la calidad de vida de los venezolanos, en vez de preparar sus alegatos y pruebas para hacer valer sus derechos sobre el territorio en disputa. Queda por saber si el régimen de Maduro es consciente de que esos países apoyan las pretensiones de Guyana en el Esequibo, o le da lo mismo. Pero que quede claro que, si esta controversia es “una herencia del colonialismo”, Venezuela es la víctima y no el victimario. Además de sufrir el despojo de parte de su territorio por una potencia imperial, Venezuela ha sido, también, la víctima del populismo y de las ambiciones de poder de Hugo Chávez -que quería ser un líder mundial al precio que fuera-, de la ineptitud de su sucesor, y de la rapacidad de las corporaciones transnacionales que están explotando los recursos forestales, minerales, gasíferos y petroleros que hay en la zona en disputa, causando un daño ecológico de proporciones descomunales. Aunque sea una pregunta meramente retórica, ¿por qué razón es que el régimen venezolano se ha desentendido de la controversia del Esequibo?

Hay que convenir en que el llamado “gobierno interino” no se ha mostrado más diligente y menos indiferente con lo que es una cuestión de interés nacional, y que debería concitar la atención de todos los venezolanos. Aquí nadie puede lavarse las manos y decir que este asunto no le concierne. Cuando todos deberían arrimar el hombro -como hoy están haciendo los guyaneses, o como ayer hicieron los chilenos y bolivianos en el caso de la demanda de Bolivia respecto de la supuesta obligación de Chile de negociar un acceso al océano Pacífico-, eso no está ocurriendo en la Venezuela de hoy. Por alguna razón, pareciera ser que, quienes están más interesados en la política pequeña, están jugando al fracaso del régimen venezolano en el diferendo con Guyana. Eso, además de torpe, es mezquino. Si perdemos, pierde Venezuela.

Mientras el régimen parece confiar en que este asunto se dilate y se resuelva tan tarde como sea posible, con la esperanza de que la responsabilidad de una sentencia adversa recaiga sobre otros, algunas figuras de la oposición parecen desear una derrota judicial temprana, que demuestre la incapacidad del régimen, y que nos ayude a rescatar la democracia. Ambos caminos son equivocados. Con certeza, muchos ciudadanos esperan el momento en que puedan saldar cuentas tanto con un régimen irresponsable como con quienes desean que a Venezuela le vaya mal en este asunto, para luego enrostrárselo al chavismo. Pero, si eso ocurre, ya nadie podrá deshacer lo que se hizo mal.

Tampoco ayudan las ocurrencias de algunos diputados del PSUV, que presumen de su ignorancia sin siquiera sonrojarse, y que inventan recursos imaginarios y reformas constitucionales para decidir una controversia que hoy está en manos de la Corte Internacional de Justicia, en un proceso que no se va a detener, y cuya sentencia va a ser obligatoria.

Pero lo cierto es que, en este momento, quien representa al Estado venezolano ante la Corte de La Haya es el régimen de Maduro, y es a éste a quien le corresponde asumir la defensa de los derechos e intereses de Venezuela en esa disputa. Es a quienes hoy están ocupando el Palacio de Miraflores a quienes les corresponderá la responsabilidad primordial del éxito o del fracaso en lo que será la última oportunidad de Venezuela para recuperar el territorio Esequibo, y para lograr que se repare una injusticia histórica. Por consiguiente, es a ellos a quienes hay que exigirles una conducta más activa y más diligente en el proceso que está en marcha en la Corte Internacional de Justicia.

La controversia del Esequibo no es el único conflicto territorial pendiente entre países latinoamericanos con el antiguo imperio británico, o con las nuevas naciones que puedan haberle sucedido en el continente. Belice y las Malvinas son parte de ese mismo pasado colonial que hemos heredado de lo que Napoleón denominó “la pérfida Albión”, que fue la mayor potencia naval y comercial del siglo XIX, y que tuvo la suerte de contar con la complicidad de Federico de Martens en el trazado de su frontera con Venezuela. La diferencia está en que, mientras los gobiernos de Guatemala y Argentina no han permanecido impasibles, y no han escatimado esfuerzos para defender lo que consideran que es parte de su territorio, el régimen venezolano ni siquiera sabe si va a comparecer o no comparecer en el procedimiento ante la CIJ, y todo indica que le da lo mismo lo que la Corte pueda resolver en su sentencia definitiva. Una cosa es realizar un esfuerzo serio para recuperar un territorio que se considera propio, y otra cosa es adoptar una política exterior entreguista, que renuncia a la única opción razonable que le permite a Venezuela hacer valer sus derechos en una instancia internacional.

Esta controversia, que versa sobre una cuestión estrictamente jurídica, como es la nulidad o validez del laudo de París, no es una controversia entre una nación rica y poderosa y un pequeño país pobre y débil, en que la primera pretende despojar a la segunda de lo que en justicia le pertenece. Es Venezuela la que, en 1899, siendo una nación pobre y débil, fue víctima de un acto de pillaje por parte de quien tenía toda la fuerza y el poder, y que, valiéndose de artimañas, usurpó a Venezuela una inmensa extensión territorial. Ni Venezuela es una nación colonialista, ni pretende aprovecharse de los frutos del colonialismo. Más bien, por razones ideológicas, por ignorancia de quienes la representan, o por la indiferencia de quienes tienen la obligación de defender los derechos e intereses de Venezuela, ésta está cediendo, y permitiendo que se consume la farsa judicial que hizo posible el laudo de París. Venezuela tiene la razón y la justicia de su parte en este caso; pero, al no comparecer en el procedimiento ante la CIJ, le está dejando toda la cancha a Guyana, lo cual conduce a una derrota segura.

06/05/2022:

https://www.elnacional.com/opinion/la-controversia-del-esequibo-como-legado-del-colonialismo/

GUYANA Y VENEZUELA ANTE LA CIJ: LOS ESCENARIOS POSIBLES

Héctor Faúndez  

La controversia del Esequibo, que versa sobre un inmenso territorio, no fue resuelta por el laudo de París, ni siquiera en forma precaria. Venezuela sostiene que ese laudo es nulo, e insiste en que la Corte Internacional de Justicia carece de competencia para conocer de este asunto. El 8 de marzo pasado, Guyana presentó ante la Corte su memoria en el presente litigio, y el 8 de marzo de 2023 vencerá el plazo para que Venezuela haga lo propio, consignando su contramemoria. El actual gobierno de Venezuela todavía no sabe si va a comparecer en el procedimiento ante la Corte, o si seguirá siendo indiferente a la suerte del territorio Esequibo.

En su sentencia del 18 de diciembre de 2020, la Corte dispuso que ella es competente para conocer de la demanda de Guyana en lo que concierne a: 1) la validez del laudo arbitral del 3 de octubre de 1899, y 2) respecto de la cuestión relacionada con el arreglo definitivo de la controversia sobre la frontera terrestre entre Guyana y Venezuela.

En una mirada desde Venezuela, hay distintas visiones sobre lo que nos depara el futuro:

  1. La teoría de la conspiración, que sostiene que ésta es una cuestión ya decidida, que los jueces de la Corte Internacional de Justicia ―se supone que incluida la juez china, que votó en contra de Venezuela en la fase de jurisdicción― forman parte de una conspiración internacional, dirigida por la Exxon (o quizás, por Cuba, que está de parte de Guyana), y que no tiene sentido hacerse parte en el procedimiento ante la CIJ;
  2. La visión del romántico, que ve en Guyana a un pequeño país, pobre y débil, que no puede perder dos tercios de su territorio, y que sostiene que la Corte nunca fallaría en contra de Guyana;
  3. La visión del político, que asume que Venezuela no puede ganar, pues eso sería abrir una caja de Pandora, invitando a la revisión de las fronteras internacionales en muchas partes del globo, alterando el actual status quo, y
  4. La visión del jurista, que entiende que ésta es un controversia jurídica, que se resolverá sobre la base del Derecho, sin recurrir a la descalificación de un tribunal respetable -como es la Corte Internacional de Justicia- y sin dar credibilidad a consideraciones emocionales o políticas, carentes de toda base fáctica, y alejadas de lo que indica la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia. Desde esta perspectiva, es ocioso insistir en que la Corte carece de competencia para conocer de este caso. La Corte ya dijo lo que tenía que decir en torno a su jurisdicción, y ese es el fin del asunto. ¡Roma locuta, causa finita! En cuanto a lo que el Tribunal pueda decir sobre el fondo de la controversia, es bueno que el país sepa que, por más que se diga lo contrario y se inventen recursos imaginarios, la sentencia de la Corte será obligatoria.

Por el momento, debe observarse que, en cuanto a la cuestión de fondo que hoy está planteada ante la Corte, hay dos asuntos por resolver: 1) Determinar si el laudo es válido (como sostiene Guyana), o si es nulo (como sostiene Venezuela), y 2) decidir a quién pertenece el territorio en disputa y por dónde pasa la frontera entre ambos países.

Pero la cuestión relacionada con la frontera no es un asunto que inevitablemente se deberá abordar. En realidad, cualquier pronunciamiento de la Corte sobre la determinación de la frontera dependerá de la respuesta que se dé a la cuestión principal, sobre la nulidad o validez del laudo.Si se decide que el laudo es válido, ese es el fin del asunto, y la Corte ya no tendrá que entrar a pronunciarse sobre la cuestión conexa. Sólo si se decide que el laudo es nulo la CIJ podrá entrar a conocer de la cuestión relacionada con el arreglo definitivo de la controversia sobre la frontera entre Guyana y Venezuela. Así dicho, la determinación de la frontera aparece como un asunto colateral; pero es importante aclarar que ésta no es una cuestión secundaria. Es, sin duda, el elemento central de esta controversia. Es lo que le interesa a ambas partes. Otra cosa es que su examen dependa de la respuesta que se dé a la cuestión previa, relativa a la nulidad o validez del laudo.

Esta cuestión conexa tiene dos aspectos igualmente importantes: El fondo y la forma. Por una parte, este asunto colateral concierne a lo que, para Venezuela, es el eje central de esta disputa: La controversia territorial propiamente tal, con la determinación de quién es el legítimo titular del territorio del Esequibo. En segundo lugar, hay también una cuestión de forma, que tiene que ver con el procedimiento a seguir para resolver la controversia territorial.

Si la Corte llega a examinar esta “cuestión conexa”, el objeto de la controversia versará sobre los títulos de las partes en litigio en relación con un territorio situado en el pulmón de la humanidad, abundante en recursos hídricos y biodiversidad, rico en recursos naturales, y tan apetecido por las grandes corporaciones transnacionales.

Si bien la determinación de la nulidad o validez del laudo es el objeto principal de la controversia, del que depende cualquier otra determinación, no podemos perder de vista que la controversia sobre la frontera entre ambos países es un asunto que puede surgir, y para lo cual debemos estar preparados. Los argumentos de Venezuela deben versar sobre ambas cuestiones. Después, puede ser demasiado tarde. Sería lamentable que, por la negligencia de quienes tienen la capacidad procesal para actuar en nombre de Venezuela, la Corte dijera que el laudo es nulo y, sin embargo, por falta de argumentos de nuestra parte, decidiera que el territorio en disputa pertenece a Guyana.

Lo que interesa a las partes es saber cuál de las dos tiene derecho a ejercer su soberanía sobre el territorio en disputa. Pero, con frecuencia, es la forma la que determina el fondo. La forma como se resuelva esta controversia puede anticipar cuál será la decisión sobre el fondo. La Corte no indica, en su sentencia, cómo abordará la cuestión conexa, si es que se llega a ese punto. Sencillamente, ella dice que es competente para conocer sobre la misma, pero no dice cómo lo hará.

Veamos cuáles son los escenarios posibles para decidir sobre el fondo:

  1. Lo obvio, que se desprende de la sentencia de la CIJ sobre jurisdicción, es que la Corte podría asumir por sí misma la tarea de decidir sobre la controversia fronteriza;
  2. Declarada la nulidad del laudo, la Corte podría devolver el asunto al secretario general de la ONU, para que ―en los términos del artículo IV.2 del Acuerdo de Ginebra― sea éste quien decida sobre el medio adecuado para resolver la controversia sobre la frontera;
  3. Declarada la nulidad del laudo, la Corte podría reenviar el caso a los Estados partes para que, en los términos del Tratado de Washington de 1897, estos designen a un nuevo Tribunal arbitral, para que determine la frontera entre ambos países; y
  4. Declarada la nulidad del laudo, la Corte podría reenviar el caso a los Estados partes en la controversia para que sean ellos quienes la resuelvan, en términos compatibles con el Acuerdo de Ginebra.

Escenario N° 1: Que la Corte decida

Ésta es la primera opción que se desprende de la propia sentencia sobre jurisdicción. Que la Corte decida directamente la controversia fronteriza. De ser este el caso, la CIJ tendrá que fijar la frontera “terrestre” definitiva entre ambos países. La Corte podría decidir sobre esta cuestión en su misma sentencia sobre el fondo, o abriendo una fase posterior reservada únicamente para este fin, en la que se recibirían nuevos escritos de las partes, y en la que se les convocaría a una audiencia pública para ese efecto.

La Corte ha dicho ser competente para pronunciarse sobre “la frontera terrestre” entre ambos países, excluyendo la llamada “fachada atlántica”; pero, obviamente, según el Derecho Internacional general, su decisión generará derechos sobre los espacios marinos y submarinos adyacentes a la costa. Todo Estado costero tiene derecho a una franja de mar territorial, en la que ejerce soberanía absoluta, a una zona contigua -para ejercer competencias en materia de migración y aduana-, a una zona económica exclusiva, y a una plataforma continental, respecto de la cual tiene soberanía plena. En consecuencia, la decisión de la Corte ―cualquiera que ella sea― tendrá un efecto directo en el contenido de cualquier acuerdo para delimitar esos espacios marinos y submarinos.

Escenario N° 2: Devolver el asunto al secretario general de la ONU

Declarada la nulidad del laudo, la CIJ podría devolver el caso al secretario general de la ONU, con el argumento de que, si bien la cuestión de la nulidad o validez del laudo es una cuestión jurídica, en los términos del Acuerdo de Ginebra, la solución definitiva de la controversia fronteriza no lo es. Buscar “soluciones satisfactorias” para el “arreglo práctico” de la controversia no es una función de la Corte, y el arreglo judicial no es el medio idóneo para hacerlo. En consecuencia, ya sabiendo que el laudo es nulo, en aplicación del artículo IV.2 del Acuerdo de Ginebra, el secretario general de la ONU debería escoger otro medio de solución, para resolver el objeto central de la disputa, que es la determinación de quién tiene la soberanía sobre el territorio del Esequibo.

Escenario N° 3: Un nuevo Tribunal arbitral designado por las partes

Si se decide que el laudo es nulo, en estricta lógica jurídica, la situación vuelve al estado anterior al pronunciamiento del mismo y, por lo tanto, la Corte podría disponer que se designe un nuevo Tribunal arbitral, para que sea éste el que decida sobre la frontera entre ambos países. Lo lógico es que, en los términos del compromiso arbitral (suponiendo que éste es válido), sean las partes quienes designen a los nuevos árbitros. No hay ningún elemento que permita a la Corte (o al secretario general de la ONU) determinar la composición del tribunal arbitral. Si el asunto vuelve a manos del secretario general, él podría escoger el arbitraje como medio de solución, pero tampoco podría ser quien designe a los árbitros.

Escenario N° 4: Dejar que resuelvan las partes

Una cuarta opción es que la Corte reenvíe el caso a las partes, para que sean ellas mismas quienes resuelvan la controversia fronteriza, en los términos del Acuerdo de Ginebra.Esta opción, aunque está dentro de lo posible, parece poco probable, puesto que sería el equivalente a imponer la obligación de negociar, cosa que las partes ya han hecho, sin éxito, durante más de medio siglo. Si se ha llegado hasta la Corte es porque no ha habido posibilidades de alcanzar una solución negociada.

En una controversia territorial, lo que está en juego es demasiado importante, y nadie quiere aparecer ante la historia como el que cedió territorio. La perspectiva de perder territorio ante una instancia judicial o arbitral internacional genera demasiada ansiedad, y puede impulsar a una de las partes ―o a ambas― a buscar una solución negociada. Pero, por el momento, éste no parece ser el caso. Quien está convencido de que va a ganar en los tribunales, no tiene ningún incentivo para negociar. A la inversa, quien tiene razones para creer que va a perder, preferirá que sea así por decisión de un tercero, y no por su propia incapacidad para negociar, y para recuperar el territorio en disputa.

El Derecho aplicable

Casi en cualquiera de las hipótesis anteriores, la Corte tendrá que decidir cuál es el Derecho aplicable para resolver la controversia fronteriza. Acordada la nulidad del laudo, la Corte puede decidir que el Derecho aplicable es:

  1. El Derecho acordado por las partes en el compromiso arbitral de 1897;
  2. El Derecho convenido en el Acuerdo de Ginebra, o
  3. En una hipótesis menos probable, decidir que el Derecho aplicable es el Derecho Internacional general.

Si las reglas del compromiso arbitral son justas o no lo son, o si tales reglas eran compatibles con el Derecho Internacional general de la época, eso parece ser irrelevante. Lo cierto es que Venezuela consintió en esas reglas, aunque bajo engaño, lo cual podría tener algún efecto respecto de la validez misma de ese Tratado y, como consecuencia lógica, viciar la validez del laudo.

Por otra parte, el Acuerdo de Ginebra refleja el compromiso más reciente de las partes en lo que concierne a las reglas de procedimiento y de fondo para resolver la controversia del Esequibo. De acuerdo con el compromiso asumido por las partes en dicho Tratado, éstas se han obligado a buscar “soluciones satisfactorias” para el “arreglo práctico” de la controversia. En este caso, el Derecho es la voluntad común de las Partes, manifestada en una solución mutuamente satisfactoria.

En conclusión

La controversia del Esequibo, hoy pendiente ante la CIJ, puede seguir distintos caminos. Si bien Venezuela tiene el Derecho y la justicia de su parte, ninguno de esos caminos plantea una salida fácil. Pero, el no comparecer, el dejar toda la cancha para Guyana, y el no hacer valer ante la Corte los derechos de Venezuela, conduce a una derrota segura. Por consiguiente, la responsabilidad por lo que pueda ocurrir está enteramente en manos de quienes hoy dirigen los destinos de Venezuela; ellos están de turno, y ellos deben velar por que no ocurra un siniestro. Si lo hacen bien, ellos tendrán el mérito de haber recuperado el territorio del Esequibo; si lo hacen mal, dejando pasar la última oportunidad para lograr que se repare una injusticia manifiesta, la historia los recordará como los responsables de haber perdido el territorio del Esequibo.

25/03/2022:

https://www.elnacional.com/opinion/guyana-y-venezuela-ante-la-cij-los-escenarios-posibles/

EL FANTASMA DE FEDERICO MARTENS

Héctor Faúndez  

A un mes de que venza el plazo para que Guyana presente, ante la Corte Internacional de Justicia, su memoria en relación con la demanda intentada para que se declare la validez del Laudo de París, dictado en París el 3 de octubre de 1899, la disputa por el territorio del Esequibo ya está encaminada a lo que -desde el punto de vista jurídico- debería ser su solución definitiva. Para dictar el laudo que hoy es objeto de controversia, por decisión de los árbitros designados por las partes, el nombramiento del superárbitro recayó en el ruso Federico de Martens. Y, puesto que, en este momento, el objeto central de la competencia de la CIJ es determinar la nulidad o validez de un laudo que fue hechura de Federico de Martens, la sombra de ese personaje se hará sentir en los tres o cuatro años (puede que un poco más) que faltan para que concluya este proceso. Por eso, parece oportuno examinar su fama, sus actividades, sus funciones, sus ideas y su carácter, que iban a ser decisivos en el arbitraje del Esequibo.

Martens se presentaba como “consejero privado [del Zar Nicolás II], Miembro Permanente del Consejo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia y profesor emérito”, y “L.L. D. [Doctor en Leyes] de las universidades de Cambridge y Edimburgo”. En el preámbulo de la Convención de La Haya para el arreglo pacífico de controversias internacionales, la cual él suscribió en nombre de Rusia, se le anuncia como Miembro Permanente del Consejo del Ministerio de Asuntos Exteriores del Imperio [Zarista], y Consejero Privado del mismo.

Martens era el más prominente experto en Derecho Internacional de la Rusia Zarista, que había servido a seis ministros de relaciones exteriores, desde Alexander Gorchakov a Serguéi Witte, y que, durante treinta años, enseñó Derecho Internacional en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Petersburgo. Pero, a pesar de esa trayectoria, John W. Foster, subrayaba que “no era abogado de profesión”, y que acostumbraba a usar métodos diplomáticos y no judiciales. En un comentario editorial del American Journal of International Law, anunciando su deceso, se le distinguía por su deseo de producir resultados aceptables, incluso al precio de sacrificar un principio correcto en teoría, o tener que pactar respecto a lo que era un derecho absoluto, a lo cual se atribuían los éxitos que había logrado en todas las transacciones en que había estado involucrado. En su obituario en el Annuaire de l’Institut de Droit International, el Conde Kamarovsky le describía, por la naturaleza misma de sus ocupaciones, como un “historiador y diplomático”. Un ex canciller de Venezuela, Marcos Falcón Briceño, se refería a Martens como un hombre práctico; un político aferrado al pensamiento y a los intereses políticos de Rusia. Con motivo del primer artículo que Martens publicó en la Revue de Droit International et de Legislation Comparée, relativo a la guerra ruso-turca que estaba teniendo lugar en ese mismo momento (1877-1878), en el que sostenía que Rusia había conducido una intervención puramente humanitaria, para defender a los cristianos ortodoxos del yugo del Imperio Otomano, Gustave Rolin-Jaequemyns -el editor en jefe de la Revista-, sin atreverse a calificarlo de fanatismo puro y simple, se sintió obligado a agregar un comentario inicial, como nota al pie de página, acerca del “patriotisme fort naturel” del autor, recordando que la dirección de la revista no era responsable de las opiniones de sus colaboradores.

En la que probablemente es la más amplia y elogiosa biografía que se haya escrito de Martens, Vladimir Pustogarov observó que su obra estaba “permeada con historicismo”. Según Andreas Müller, a partir de la premisa de que el Derecho y la sociedad son un producto cultural sujeto a un desarrollo histórico, Martens sostenía que las normas jurídicas internacionales son el resultado de las actuales condiciones de vida, y que solamente las instituciones del Derecho Internacional que corresponden al estado actual de las relaciones internacionales -léase, relaciones de poder-, son fructíferas y duraderas.

En 1873, su tesis doctoral versó sobre las capitulaciones en los países de Oriente (concretamente, en Persia, China, Japón, Siam, Egipto, y el Imperio Otomano). En dicha disertación -que, según Andreas Müller, ofrece un cuadro ambiguo de Martens como abogado internacionalista-, Martens defendió el régimen de capitulaciones -caracterizado por la investidura de la autoridad consular con atribuciones judiciales-, existente desde el siglo XVI en países de Oriente, mediante el cual los nacionales de potencias europeas estaban exentos de la jurisdicción de los Estados en que se encontraban, quedando sometidos únicamente a la jurisdicción consular del Estado del cual eran nacionales. De acuerdo con Martens, esta institución tenía como fundamento la considerable diferencia en el grado de desarrollo cultural entre países europeos y no europeos; esta noción fue más ampliamente desarrollada en su libro sobre El Derecho Internacional de las naciones civilizadas (1881-1882), en el que profundizó en la distinción entre naciones civilizadas (las únicas a las que se aplicaba el Derecho Internacional) y naciones no civilizadas (a las que no se aplicaba el Derecho Internacional), que era una tesis más o menos compartida por los teóricos del Derecho Internacional del siglo XIX. A juicio de Martens, la condición de miembro de la comunidad internacional estaba basada en una cultura y una civilización esencialmente idéntica de los Estados respectivos, los cuales estaban ligados por intereses sociales, políticos y culturales comunes, y tenían aspiraciones substancialmente idénticas, así como una visión compartida del mundo. Según Martens, este grado de identidad sólo lo tenían plenamente los Estados europeos cristianos. En la conclusión de su tesis, Martens sostiene que los cónsules europeos en el Oriente tenían una tarea muy importante, porque ellos eran los representantes de una cultura y una civilización superior. Aunque el régimen de capitulaciones se caracterizaba por su naturaleza intrínsecamente perversa, que se prestaba para muchos abusos, respecto de los cuales no había ningún tipo de control, Martens lo defendía con fervor. Por el contrario, Müller estima que la tesis doctoral de Martens sirve como recurso pedagógico para recordarnos con qué rapidez los argumentos humanitarios y la pretendida promoción de la civilización de otros pueblos pueden volverse en argumentos paternalistas y en justificaciones para la represión; lejos de su pretendida reivindicación de un Derecho humanitario, la disertación de Martens está basada en la discriminación entre Estados civilizados y no civilizados.

Martens era partidario del arbitraje como mecanismo de solución de controversias internacionales, participó en muchos de ellos, y tuvo un papel destacado en la Primera Conferencia de Paz de La Haya, de 1899, en la que el arbitraje salió fortalecido, dando paso a la -así llamada- Corte Permanente de Arbitraje Internacional. Para Inglaterra, Martens ya era un personaje conocido, no sólo por sus publicaciones o por su jerarquía en la cancillería rusa, sino por sus dotes de árbitro. En una disputa sobre derechos de pesca, entre Francia y Gran Bretaña, mediante un acuerdo celebrado el 11 de marzo de 1891, Federico de Martens había sido designado presidente de la comisión arbitral encargada de juzgar y decidir tal asunto, que finalmente fue resuelto directamente por las partes, mediante el Acuerdo del 8 de abril de 1904. Pero su función de árbitro sí cristalizó en la controversia surgida entre Gran Bretaña y Holanda, en el caso del Costa Rica Packet, en el que había sido el árbitro único. En dicho asunto, en el compromiso arbitral, del 16 de mayo de 1895, las partes habían acordado invitar al Gobierno de una tercera potencia -que resultó ser Rusia- a seleccionar, de entre sus súbditos, a un jurista de reconocida reputación; para esta tarea, el Gobierno de Rusia designó a Federico de Martens, quien, como árbitro único, el 25 de febrero de 1897, sentenció a favor de Gran Bretaña. Inglaterra tenía razones para confiar en él.

Pero, si hay algo por lo que se recuerda a Martens en el Derecho Internacional es por su contribución al Derecho Internacional Humanitario y a las leyes de la guerra, con una cláusula inserta en el preámbulo del Segundo Convenio de La Haya de 1899, relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre -reproducida en la IV Convención de La Haya, de 1907- y que, en lo esencial, ha sobrevivido hasta nuestros días. Según dicha disposición, mientras no se adopte un Código más completo de las leyes de la guerra, en los casos no previstos expresamente, deberán observarse los principios del Derecho de Gentes reconocidos por las naciones civilizadas, las leyes de la humanidad, y las exigencias de la conciencia pública. Esta cláusula, acordada como fórmula de compromiso para determinar el tratamiento que se debía dar a los francotiradores (considerados, por algunos, como combatientes ilegítimos que podían ser ejecutados, y por otros, como combatientes legítimos), que fue inserta a proposición de Martens y que lleva su nombre -la cláusula Martens-, le dio fama de hombre humanitario.

Un aspecto que se ha silenciado -o al que, por lo menos, se le ha restado importancia-, es el pasado colonial de Martens. Su cercanía con Leopoldo II de Bélgica, y sus actividades pro colonialistas, particularmente en el Estado Libre del Congo, le llevaron a defender el proyecto de Leopoldo II en esa, su colonia personal, y a justificar la explotación del caucho y del marfil, a costa del trabajo forzado, la mutilación de las manos de quienes no rendían lo suficiente, o incluso la muerte de los congoleños más rebeldes. Puede que, en su visión particular, “las consideraciones de humanidad” a que se refiere la cláusula Martens no incluyeran la prohibición del trabajo forzado, el derecho a la integridad física o el derecho a la vida; pero también es posible que la cláusula Martens no hubiera sido pensada para los congoleños que, con toda seguridad -en la mente de Martens-, calificaban como un pueblo semi-salvaje. Es particularmente a partir de estas circunstancias que Lauri Mälksoo -un jurista notable, nacido en la misma Estonia de la cual Martens era originario- ha escrito sobre “el legado oscuro” de Martens, intentando desmitificar su figura de hombre humanitario, justo y probo. Retóricamente, Mälksoo se pregunta cómo es que Martens llegó a ser miembro del Consejo Superior del Estado Libre del Congo, para concluir que, finalmente, su entusiasmo por el proyecto personal de Leopoldo II en el Congo fue recompensado con esa designación. Es importante subrayar que el Estado Libre del Congo no se caracterizaba precisamente por el imperio de la ley, y que Pierre-Luc Plasman lo describía como “un État de non-droit”. En 1892, en su condición de miembro del Consejo Superior del Estado Libre del Congo, Martens publicó un memorándum en relación con la naturaleza de la soberanía de que gozaba el nuevo Estado; a pesar de que el Acta de Berlín, de 1885, era ambigua en este aspecto, Martens sostenía que -salvo la libre navegación del río Congo y la prohibición de monopolios- el Estado Libre del Congo era tan soberano como cualquier otro Estado europeo. En un artículo sobre la Conferencia de Berlín (1884 – 1885), Martens se refiere a la historia de la colonización en países bárbaros por las potencias europeas, y sostiene que la iniciativa del Rey Leopoldo en el Congo estaba organizada por “los campeones de la civilización europea en África”. Aunque Martens quiso fortalecer el estatuto jurídico del Estado Libre del Congo, la comunidad académica ha preferido mirar para otro lado, e ignorar esta parte del pasado de quien es considerado uno de los fundadores del Derecho Internacional Humanitario. Asociado con lo anterior, Mälksoo recuerda que, entre 1901 y 1908, Martens fue nominado persistentemente para el Premio Nobel de la Paz, sin que nunca lograra obtenerlo (aunque, en alguna publicación, equivocadamente, se sostenga lo contrario); según Mälksoo, si bien las deliberaciones del Comité Nobel permanecen secretas, se puede especular que, tal vez, la explicación a su rechazo pueda encontrarse en la intensa campaña que había, en esos mismos años, en contra de las atrocidades cometidas en el Estado Libre del Congo, sin duda las peores cometidas en la era colonial en África. Pero lo cierto es que, con su tendencia a recortar y transar derechos, Martens se sentía más cómodo en el mundo de la intriga y la diplomacia que en el mundo del Derecho y la justicia.

En el artículo XXXV del Acta General de la Conferencia de Berlín, suscrita el 26 de febrero de 1885, se estableció que, para que la ocupación pudiera ser considerada como un título de adquisición de territorio, era necesario hacer respetar los derechos así adquiridos; esto es, la ocupación tenía que ser efectiva, y tenía que ser ejercida por una autoridad pública. Sin embargo, en su condición de representante de Rusia en la Conferencia, Martens declaró que los principios adoptados en ella, en relación con la ocupación efectiva en África, no serían vinculantes en otras partes del mundo. Desde luego, tal declaración no podía derogar -o enmendar- lo que ya era un principio de Derecho Internacional y, de ser válida, lo sería respecto de Rusia, pero no respecto de los otros Estados partes en el Acta General de la Conferencia de Berlín, incluida Gran Bretaña. Sin embargo, esa declaración, hecha por Martens, podía ser el preludio de lo que vendría después, con el laudo de París.

En el artículo IX del Acta General de la Conferencia de Berlín -en la que participó Martens- se había declarado que, en conformidad con principios de Derecho Internacional- el comercio de esclavos estaba prohibido, y que el territorio de África no podía servir como un mercado para el comercio de esclavos de cualquier raza. Martens también fue el delegado de Rusia en la Conferencia antiesclavista de Bruselas, que concluyó con la adopción del Acta General de Bruselas, suscrita el 2 de julio de 1890, y que tenía como objetivo primordial poner término al tráfico de esclavos, por tierra y por mar, y mejorar las condiciones morales y materiales de existencia de las razas nativas. Haciendo seguimiento a la Conferencia de Bruselas, en 1894, el Institut de Droit International había adoptado una resolución sobre mecanismos para detectar el tráfico de esclavos, especialmente en el Océano Índico por barcos que enarbolaban una bandera que no era la suya, tema para el cual se designó como relator, precisamente, a Martens. Pero, como observa Mälksoo, bajo el reinado de Leopoldo, el trabajo forzado continuó siendo ampliamente utilizado en el Congo; además, la campaña en contra del tráfico árabe de esclavos sirvió para legitimar a las potencias europeas en su conquista del corazón de África, tarea en la que, como ya era bien conocido en los últimos años del siglo XIX, las condiciones a que se sometía a esos pueblos no eran en absoluto civilizadas. Queda por saber si, a su manera, Martens realmente estaba combatiendo el tráfico de esclavos y luchando por una causa humanitaria en el Congo, o si, por el contrario, él se movía por otro tipo de intereses.

En 1879, en un estudio sobre el papel de Rusia e Inglaterra en Asia central, Martens había expresado su convicción inquebrantable de que los intereses de ambas naciones estaban unidos; en su opinión, la misión civilizadora que habían asumido con esos pueblos semisalvajes no era una quimera, y sostenía que, para ellos, constituía una tarea digna de emprender. Martens terminaba exhortando a que Rusia e Inglaterra no abandonaran su misión, y que establecieran sus relaciones futuras sobre bases recíprocas, abandonando la desconfianza y el antagonismo, basándose en el respeto de los derechos adquiridos y de las legítimas aspiraciones de una y otra. Poco antes de la publicación de ese texto, el gobierno británico había asumido directamente el control de la India -antes en manos de la Compañía de las Indias Orientales- y éste era, en Asia Central, el asunto de mayor importancia para los británicos; sin embargo, ya se comenzaba a sentir la influencia rusa en el norte, y era vital llegar a un entendimiento. Con esta publicación, Martens, que, más que un académico, era un funcionario de la cancillería rusa, estaba tendiendo un puente de plata para fortalecer las relaciones entre Rusia e Inglaterra. Que un funcionario de la cancillería rusa, de manera astuta y calculadora, inclinara la balanza en favor de Gran Bretaña en el arbitraje que nos ocupa, sería un gesto de buena voluntad hacia esta última, independientemente de que, como contrapartida, Rusia tuviera o no alguna compensación en otra parte del mundo; por supuesto, la circunstancia de que, en 1899, Rusia atravesara por una difícil crisis financiera, que la obligó a recurrir a capitales ingleses, es pura coincidencia. Pero lo cierto es que, una vez que Martens fue designado como superárbitro para conocer y decidir sobre la controversia del Esequibo, el resultado estaba cantado.

A pesar de su habilidad para jugar con fórmulas de arreglo, que dejaran satisfechos a tenían el control de los asuntos mundiales, lo cierto es que ni su discurso era coherente, ni sus actos eran compatibles con las ideas de justicia y humanitarismo que predicaba; la firmeza y la claridad de propósitos no formaban parte de sus atributos. Sea lo que sea que uno pueda pensar de Federico de Martens, de sus métodos o de sus motivos, lo cierto es que, de haber existido la Corte Internacional de Justicia, con las reglas de su Estatuto, y de haberse sometido este caso a esa instancia internacional, de Martens jamás podría haber sido juez en este caso. En efecto, el artículo 17 del Estatuto de la CIJ dispone que los miembros de la Corte no podrán ejercer funciones de agente, consejero, o abogado en ningún asunto (no solamente aquellos directamente relacionados con alguna de las partes en la controversia). Al momento de firmarse el compromiso, en 1897, al igual que al momento de dictarse el Laudo, en 1899, ésta no era una regla escrita; pero, con toda certeza, era una regla de Derecho no escrito, y una regla de comportamiento honorable, que hubiera impedido a Federico de Martens desempeñarse simultáneamente como consejero del Zar y funcionario de la cancillería rusa, y como árbitro en un asunto en el que, claramente, tanto él en lo personal como en su condición de funcionario de la nación a la cual servía, tenía un conflicto de intereses que le impedía actuar con ecuanimidad. Los sentimientos de Martens y su carrera como diplomático no encajaban bien con un nombramiento como superárbitro en un asunto como este.

Venezuela no tuvo ninguna participación en la elección de Martens como superárbitro; Gran Bretaña sí. De lo contrario, hubiera sido una insensatez no vetar a una persona manifiestamente parcializada en favor de Inglaterra, y que, por su condición de funcionario del servicio exterior ruso, no podía actuar con independencia en un asunto en que el territorio del Esequibo podía ser utilizado como moneda de cambio por Rusia. Además, los dos árbitros designados por Venezuela, que convinieron en dicha designación, tampoco consultaron con el gobierno de Venezuela. Mientras los británicos pudieron pasearse por distintas opciones, rechazando a unos u otros, Venezuela no tuvo esa posibilidad. Pero lo cierto es que, independientemente de quién lo haya escogido para esa tarea, Martens no resultaba ser la persona idónea para actuar como un tercero imparcial, en su función de árbitro de Derecho. Su designación no garantizaba una percepción de imparcialidad -la imparcialidad subjetiva-, y los hechos demostraron que su conducta objetiva tampoco fue imparcial. Por el momento, la Corte Internacional de Justicia tendrá que decidir si lo que hoy se exige de los Estados en sus relaciones con los individuos, en cuanto al derecho de éstos a ser oídos por un tribunal independiente e imparcial, es una regla del Derecho Internacional general sobre la idea que tenemos de la justicia, que se hace igualmente extensiva a los tribunales internacionales, debiendo estos ofrecer garantías de independencia e imparcialidad, en los mismos términos en que éstas han sido entendidas por los tribunales internacionales de derechos humanos. Mientras tanto, el fantasma de Federico de Martens se pasea por los salones del Palacio de la Paz, en La Haya, en el que, desde 1999, se exhibe una estatua suya, donada por el gobierno de Vladimir Putin.

25/02/2022:

https://www.elnacional.com/opinion/el-fantasma-de-federico-de-martens/

MEDIDAS CAUTELARES EN EL CASO GUYANA c. VENEZUELA

Héctor Faúndez 

En el caso Guyana c. Venezuela, que cursa ante la Corte Internacional de Justicia, como consecuencia de la demanda introducida por Guyana solicitando se declare la validez del laudo de París, del 3 de octubre de 1899, es indispensable que la Corte Internacional de Justicia proceda a dictar las medidas provisionales que se requiere para preservar los derechos de las partes, obligándolas a abstenerse de realizar actos que puedan agravar o extender esta controversia, o hacer más difícil su resolución.

La razón de ser de las medidas provisionales es la necesidad de proteger los derechos de las partes mientras no se haya adoptado una decisión definitiva sobre el caso; por eso, en su versión en francés, el Estatuto de la Corte pone énfasis no en la naturaleza provisional sino en la naturaleza cautelar de estas medidas (mesures conservatoires du droit de chacun). Pero, adicionalmente, lo que justifica la adopción de medidas provisionales es la necesidad de evitar que la controversia se agrave, o que se extienda más allá de sus límites originales.

En el caso Guyana c. Venezuela, si finalmente se declarara que el laudo de París es nulo, como sostiene Venezuela, y si, como consecuencia de esa nulidad, se determinara que todo o parte del territorio en disputa es de Venezuela, de no adoptarse medidas provisionales, sus derechos ya habrían sido lesionados, y algunos de ellos de manera irreparable. Mientras Guyana está, de facto, en posición del territorio en disputa, explotando sus recursos naturales, dañando el medio ambiente, acabando con la biodiversidad, y generando condiciones para que opere el narcotráfico y el crimen organizado, Venezuela está impedida de ejercer su soberanía sobre un territorio que reclama como suyo y sobre los recursos naturales que en él se encuentran. De no dictarse medidas provisionales, el conflicto se agravará, extendiéndose a las consecuencias derivadas de la explotación de recursos naturales por la parte actora en este procedimiento judicial, y extendiéndose a espacios que originalmente no estaban en disputa, como es el caso de parte de la zona marítima correspondiente al estado Delta Amacuro.

Es para situaciones como las que están ocurriendo en el territorio del Esequibo, hoy en disputa ante la CIJ, que el artículo 41.1 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia dispone que ésta “tendrá la facultad para indicar, si considera que las circunstancias así lo exigen, las medidas provisionales que deban tomarse para resguardar los derechos de cada una de las partes.” Si bien la Corte ha sido muy prudente en el uso de esta atribución, de acuerdo con el propósito de las mismas, y según la jurisprudencia constante del Tribunal, en el caso Guyana c. Venezuela, dichas medidas son imprescindibles para preservar los derechos de las partes, y para evitar que la controversia se agrave o se extienda

Hasta el momento de escribir estas líneas, Venezuela, como Estado demandado, no ha comparecido en el procedimiento ante la Corte y es altamente improbable que lo haga en el futuro. Incluso, si finalmente decidiera hacerlo, ya será tarde para preparar una defensa adecuada a los derechos e intereses del país. Sin embargo, aunque lo normal será que las medidas provisionales sean solicitadas por una de las partes, el artículo 41.1 del Estatuto no descarta que dichas medidas sean dispuestas por la propia Corte, “si considera que las circunstancias así lo exigen”. En el presente caso, las circunstancias así lo exigen. La Corte puede, por lo tanto, disponer de oficio las medidas provisionales que considere pertinentes, y así lo subraya el artículo 75 de su Reglamento, al señalar que, en cualquier momento, la Corte puede decidir examinar, proprio motu, si las circunstancias del caso requieren la indicación de medidas provisionales que deban ser tomadas o acatadas por cualquiera de las partes, o por todas ellas. Que una de las partes no comparezca en el procedimiento ante la Corte, o que, por las razones que sea, no defienda sus derechos, no significa que la Corte deba abdicar de su obligación de “resguardar los derechos de las partes” y de garantizar que la ejecución de su sentencia definitiva no se vea frustrada por las acciones de una de las partes mientras la controversia está pendiente.

A menos que la Corte decida indicar medidas provisionales en este caso, si se adoptara un fallo acogiendo total o parcialmente la tesis de Venezuela, ya se habrían producido daños irremediables en perjuicio de Venezuela, los cuales no podrían ser reparados ni siquiera con la ejecución de una sentencia que reconociera su soberanía sobre el territorio en disputa. Ya se habría causado un inmenso daño ambiental, y ya se habrían explotado recursos forestales, minerales, gasíferos y petroleros, situados en la zona en disputa o en la proyección marítima de la zona en disputa, e incluso en territorio venezolano que no está en discusión. Las medidas requeridas no tienen el propósito de evitar un riesgo inminente, sino evitar un daño muy concreto que se está produciendo en este momento, y que se viene causando por lo menos desde 1965, cuando Gran Bretaña le otorgó concesiones a una empresa canadiense para explotar un campo petrolero en el distrito de Rupununi; luego, en 2009, se otorgó concesiones a Shell y Exxon para la explotación en el denominado bloque Stabroek, en el que -más allá de líneas ideológicas- también tiene participación la china Cnooc. Por eso, no tiene nada de extraño que, por ahora, ExxonMobil haya hecho a Guyana un aporte de 18 millones de dólares para financiar los honorarios de sus abogados en esta controversia, detrás de la cual están los intereses de grandes corporaciones transnacionales. Ésta no es una disputa entre Venezuela y Guyana; es una disputa entre Venezuela y los intereses económicos que se esconden detrás de Guyana, y que litigan en su nombre.

Con la complicidad de grandes corporaciones transnacionales, la explotación forestal de bosques tropicales está acabando con pueblos indígenas que se han visto desplazados de su hogar natural; la minería del oro, al igual que de otros minerales y de diamantes, está destruyendo los ríos, acabando con los peces que sirven de alimento a las comunidades locales, y está teniendo efectos irreversibles para la biodiversidad y para la preservación de los recursos hídricos en una región que forma parte del pulmón de la humanidad. En fin, la actividad petrolera desarrollada por Guyana, en el territorio en disputa y en la proyección de ese territorio en el mar -como si éste estuviera bajo la soberanía de Guyana- puede causar un desastre ecológico de proporciones descomunales, y un daño adicional al espacio geográfico en el que Venezuela ejerce soberanía indiscutida.

Mediante el otorgamiento de concesiones para la explotación forestal, minera o petrolera, en la zona en disputa o en la proyección marítima de esa zona, de manera incompatible con su demanda, Guyana está dando por sentado que, en ese territorio, ejerce derechos soberanos, o está anticipando la sentencia que pueda dictar la CIJ, lo que causará a Venezuela daños irreparables aún en el caso de que ésta obtenga una sentencia favorable. De continuar esas actividades, eso agravará la controversia pendiente ante la CIJ, extendiéndola a espacios territoriales que no estaban en disputa, y generando un clima de tensión entre ambas naciones que podría tener peligrosas consecuencias.

Mientras no se decida el fondo de la controversia, en relación con la determinación de la nulidad o validez del laudo de París y la cuestión conexa sobre la frontera entre Guyana y Venezuela, no hay una determinación de los derechos de las partes a la exploración y explotación de los recursos forestales, minerales, gasíferos y petroleros que haya en la zona en disputa, o en la zona marina y submarina adyacente que les corresponda, según la aplicación de los principios y reglas del Derecho Internacional sobre la materia. Mientras eso no ocurra, ninguna de las partes en esta controversia tiene derecho a emprender ninguna actividad en el territorio en disputa, o en la proyección marítima del mismo, y así debería advertirlo la Corte.

En ausencia de un gobierno responsable, que sepa defender los derechos de Venezuela, las circunstancias antes referidas exigen que, en aplicación de los poderes que le confieren los artículos 41.1 del Estatuto de la CIJ y 75 de su Reglamento, la Corte proceda, por propia iniciativa, a dictar medidas provisionales para evitar daños mayores y el agravamiento de la situación, obligando a las partes a comportarse de manera que sus actos no interfieran u obstaculicen los efectos propios de cualquier medida que pueda adoptar la Corte, incluyendo su sentencia definitiva.

19/11/2021:

https://www.elnacional.com/opinion/medidas-cautelares-en-el-caso-guyana-c-venezuela/

¡PARAR EL EXPOLIO DEL ESEQUIBO!

Héctor Faúndez  

Desde que el gobierno de Chávez no impidió -o no condicionó- la realización de proyectos de infraestructura en el Esequibo, y particularmente desde abril de 2013, cuando Maduro guardo silencio frente a las concesiones petroleras que Guyana comenzaba a otorgar en la zona en reclamación, ha habido un saqueo incesante de los recursos madereros, minerales y petroleros de esa zona, realizado con la complicidad de grandes corporaciones transnacionales, de China y otros. Esta circunstancia se ve agravada por las concesiones otorgadas en la plataforma continental y en la zona marítima, que son una proyección del espacio terrestre en reclamación, y sobre los que, mientras no haya un pronunciamiento sobre la nulidad o validez del laudo de París, Guyana no puede ejercer derechos soberanos. Además, la emisión de gases contaminantes, derivados de la explotación sin control de los nuevos campos petroleros y de la actividad minera, ha incrementado la deforestación de los bosques nativos. Si, finalmente (dentro de unos cuatro o cinco años), la Corte Internacional de Justicia determinara que el laudo es nulo y que, como “cuestión conexa”, ese territorio pertenece a Venezuela, ya se habría producido un daño significativo, no sólo en términos patrimoniales sino también ecológicos, que habría hecho del Esequibo una tierra arrasada, y que haría que la sentencia que dictara la Corte perdiera muchos de sus efectos. Sobra decir que la persistencia de esta situación puede generar daños irreparables para el medio ambiente, la propiedad y la calidad de vida de las personas que residen en los sitios aledaños. Hay que impedir que esto continúe ocurriendo, y hay que hacerlo ya. Paradójicamente, quienes son responsables de que esto pasara, son también quienes pueden detenerlo. Si, de parte del gobierno de Venezuela, existe interés en actuar, eso es otra cuestión.

Las medidas provisionales -o cautelares- son una herramienta de uso frecuente en el Derecho interno de los Estados, y están previstas en el Estatuto y en el Reglamento de la Corte Internacional de Justicia. Según estos instrumentos jurídicos, cualquiera de las partes en un procedimiento en curso ante la CIJ puede, en cualquier momento, solicitar se dicten medidas provisionales para resguardar sus derechos en relación con el caso que está siendo objeto de examen. En espera de que la Corte se reúna y decida sobre esa solicitud de medidas provisionales, la presidente de la Corte podría pedir a las partes que se comporten de una manera que no impida que la resolución que luego pueda adoptar el Tribunal cumpla su propósito, y tenga un efecto útil. ¡Venezuela puede -y debe- pedir medidas provisionales a la CIJ!

En el presente caso, a fin de asegurar los derechos de las partes mientras no haya una sentencia definitiva, Venezuela debería solicitar a la CIJ: 1) que Guyana cese de otorgar nuevas concesiones para la exploración o explotación petrolera, minera, forestal o de cualquier otra naturaleza, en la zona en disputa; 2) que se disponga la paralización de todas las actividades de exploración o explotación de la riqueza petrolera, minera, forestal o de otra naturaleza, en la zona que es objeto de controversia, incluyendo la plataforma continental y el mar territorial adyacente a la misma; 3) respecto de las utilidades obtenidas de la explotación de los recursos naturales del Esequibo, que se disponga que ellas sean depositadas en un fondo fiduciario, a ser entregado a la parte que resulte ganadora en esta controversia judicial; 4) que se disponga que Guyana debe abstenerse de realizar cualquier acto que pueda perjudicar los derechos de Venezuela en el territorio en disputa; 5) que se ordene a Guyana abstenerse de realizar cualquier acto que pueda restar eficacia a la sentencia que la Corte pueda dictar en relación con los méritos de este caso; y 6) que la Corte ordene a Guyana informar a la CIJ, cada seis meses o periódicamente, de las medidas adoptadas para dar cumplimiento a lo acordado por ella en su resolución sobre medidas provisionales.

En otros procedimientos internacionales, a partir de una apariencia de buen derecho y de la necesidad de evitar un daño grave, quien solicita medidas preliminares está exonerado de aportar plena prueba de lo que alega, y el tribunal puede otorgar dichas medidas, incluso sin oír a la parte contraria. Ese no es el caso en un procedimiento de este tipo ante la Corte Internacional de Justicia, que fijará una audiencia para oír los argumentos de las partes. Por ende, habrá que presentar pruebas de los presuntos daños y, eventualmente, de su carácter irreparable. Algunos de esos daños, por ser un hecho público y notorio, derivado de las concesiones petroleras otorgadas por Guyana en la zona en disputa, no requieren prueba adicional; otros (como los daños ambientales, o el menoscabo a los derechos de las partes), pueden presumirse de la naturaleza de la actividad realizada; en fin, otros, tendrán que probarse. Pero éste no es motivo para desistir de reclamar lo que a Venezuela en justicia le corresponde.

Si la solicitud de medidas provisionales no está bien fundamentada, no puede descartarse que sea desestimada. Pero es improbable que la CIJ vaya a rechazar una solicitud para paralizar el otorgamiento de nuevas concesiones petroleras o mineras, o una solicitud que obligue a Guyana a abstenerse de realizar cualquier acto que pueda perjudicar los eventuales derechos de Venezuela en dicha zona. Como quiera que sea, incluso en la peor de las hipótesis, Venezuela tendría la oportunidad de poner de relieve la importancia de lo que está en juego en este caso. Además, hay que hacer notar que una solicitud de medidas provisionales no prejuzga sobre el objeto de la controversia que, en este caso, según lo decidido por la CIJ, es la determinación de la nulidad o validez del laudo de París. Eso seguirá adelante.

Si esta situación no es atendida oportunamente, ella puede agravarse, dando lugar a la repetición de incidentes que podrían conducir a un conflicto mayor, que amenace la paz de la región. Es cierto que el mantenimiento de la paz internacional es responsabilidad primordial (no exclusiva) del Consejo de Seguridad y no de la CIJ; pero, en casos que están pendientes ante la Corte, ésta tiene el deber de velar por que la situación no se deteriore, y no se convierta en una amenaza a la paz. En Derecho, la forma de lograrlo es mediante la adopción de medidas provisionales.

Por supuesto, pedir medidas provisionales supone que Venezuela comparezca en el procedimiento ante un Tribunal cuya competencia hasta ahora ha desconocido. Pero ya es hora de asumir las consecuencias prácticas de la sentencia del 18 de diciembre pasado, en que la Corte decidió que es competente para conocer de la demanda intentada por Guyana, pidiendo se declare la validez del laudo de París. Dejemos de satanizar una sentencia que -aparentemente- nos ha sido adversa, y hagamos pleno uso de los recursos que derivan de dicha decisión. Si, como es razonable que ocurra, finalmente Venezuela va a comparecer ante la Corte, no hay ninguna razón para diferir una solicitud de medidas provisionales, o para negarse a defender apropiadamente los derechos e intereses de Venezuela. Por el momento, ¡que la Exxon vaya tomando nota de los pasos que podría dar un gobierno diligente, y de las consecuencias que eso tendría para sus inversiones!

26/03/2021:

https://www.elnacional.com/opinion/parar-el-expolio-del-esequibo/

LA IGNORANCIA ES ATREVIDA

Héctor Faúndez  

El martes pasado, en nombre de una Comisión especial para la defensa del Esequibo, el diputado Hermann Escarrá entregó, al presidente de la Asamblea Nacional, un documento con las recomendaciones sobre lo que se ha de hacer en el caso del Esequibo. A eso se acompañó otro documento, de carácter “confidencial y de reserva presidencial”, aunque parte de su contenido se deduce de las palabras del diputado Escarrá. En lo esencial, dicha Comisión recomienda no comparecer ante la Corte Internacional de Justicia en el proceso incoado por Guyana para que se declare la nulidad del laudo de París sobre el territorio Esequibo. Comparecer o no comparecer ante la Corte es una decisión política, respecto de la cual puede haber distintas opiniones sobre las ventajas y desventajas de cada una. Pero, con el debido respeto, sorprende la naturaleza de los argumentos jurídicos esgrimidos, y la convicción del orador de que, con la mera declaración de que el Esequibo es nuestro, ya todo está resuelto.

Dejando a un lado las invocaciones a la divinidad y al patriotismo de los miembros de la Comisión especial y de la AN, así como al carácter “revolucionario” de algunos de ellos, llama la atención que, para el orador, la soberanía de Venezuela en el territorio Esequibo no está en discusión. Esa afirmación, repetida como un mantra, puede ser compartida, si con ella se quiere significar que Venezuela es quien tiene mejores títulos, y quien tiene la razón y la justicia de su parte. También puede que algunos sinceramente crean que esos diputados, Maduro y la FANB, no van a “permitir que el Esequibo se pierda”, pues “ha nacido un nuevo tiempo”. Pero lo cierto es que con meras declaraciones retóricas no vamos a recuperar un territorio en disputa que, desde hace más de un siglo, está en posesión de Guyana. ¡No nos engañemos!

En su justo empeño por reivindicar la soberanía de Venezuela sobre el Esequibo, el diputado Escarrá recurre a argumentos jurídicos que carecen de sustento en el Derecho Internacional, o que, en términos prácticos, no son relevantes. Entre estos últimos, Escarrá insiste en que Venezuela no ha dado su consentimiento para conocer de esta controversia. La Corte no lo ha entendido así y, haciendo una interpretación razonable del artículo IV.2 del Acuerdo de Ginebra, ha sentenciado que, en dicha disposición, las partes aceptaron la competencia de la Corte, si ese era el medio elegido por el secretario general de la ONU. Podremos estar o no de acuerdo con esa decisión, pero, una vez que la Corte ha emitido su fallo, ese es el fin del asunto. Insistir en lo mismo, cuando ya hay una sentencia que es obligatoria, no tiene efecto útil, y no va a detener un proceso judicial en marcha.

Decir que Venezuela no acepta tratados y laudos arbitrales viciados de nulidad es una obviedad. Tampoco tienen valor en el Derecho Internacional; pero la declaración de nulidad nunca depende de lo que diga la parte interesada, sino de la demostración de causales de nulidad muy concretas, ante la instancia judicial pertinente. Eso no es muy distinto en el Derecho interno de los Estados.

Según el presidente de la Comisión especial antes referida, es el artículo 10 de la Constitución el que determina cuál es el territorio de Venezuela. No queda claro si, según la tesis de dicha Comisión, ésta es una atribución que corresponde exclusivamente a la Constitución de Venezuela o a la Constitución de cualquier país. Porque, si es lo último, vamos a tener un problema pues Colombia (o Brasil, o Cuba, o Estados Unidos) podrían introducir, en sus respectivas constituciones, una disposición que diga que su territorio llega hasta Caracas, incluyendo todos los municipios aledaños. Según parece, esos diputados ignoran que, desde los orígenes del Estado moderno, quien decide qué es un Estado, y cuáles son sus límites territoriales, es el Derecho Internacional. De manera que esa argumentación de la Comisión especial no sirve.

En su delirio, para fortalecer nuestra reclamación sobre el Esequibo, los miembros de la Comisión especial antes mencionada proponen una reforma constitucional, que diga expresamente que el Esequibo es nuestro. Además, próximamente se suscribirá un “proyecto de Acta”, y se anuncia una “ley orgánica constitucional” (que no está prevista en la Constitución), para dejar sentado que el Esequibo es nuestro. ¡Claro que es nuestro, pero no por lo que diga -o por lo que vaya a decir en el futuro- una disposición constitucional! La delimitación de las fronteras estatales es un asunto propio del Derecho Internacional, y no depende del Derecho Constitucional. Si no fuera así, deberíamos aprovechar esa reforma constitucional para declarar que toda la selva amazónica, la isla de Pascua y la luna, son parte del territorio venezolano.

Queriendo enviar un mensaje al mundo y a los parlamentos de Guyana, Inglaterra, España y los Países Bajos, irresponsablemente, se sugiere el uso de la fuerza armada para resolver esta controversia. Eso contradice la conducta histórica de Venezuela en las relaciones internacionales, e infringe los artículos 2.4 y 33 de la Carta de las Naciones Unidas. Un acto de esa naturaleza sería condenado por la comunidad internacional, y deslegitimaría la justa reclamación territorial venezolana.

El Derecho Internacional, que es el civilizador de naciones, tiene reglas y principios propios, distintos a las reglas y principios del Derecho Constitucional. Cada uno de ellos tiene su esfera de aplicación, como podría explicarles el Dr. Allan Brewer Carías, el mayor experto en Derecho Constitucional del país, a quien se mencionó en ese discurso. El Derecho Internacional no es una materia de relleno en las universidades, y requiere tanta formación como cualquier otra especialidad. Sin haber asistido siquiera a un curso de verano de la Academia de Derecho Internacional de La Haya (ni que decir haber cursado al menos un posgrado sobre la materia), resulta atrevido -y peligroso para la soberanía nacional- hablar de Derecho Internacional, sin conocer su función, sin saber cómo opera, sin conocer sus reglas, sin haber estudiado la jurisprudencia de los tribunales internacionales, y sin tener la más peregrina idea de cómo todo eso se articula en la defensa de los derechos de Venezuela en el Esequibo.

26/02/2021:

https://www.elnacional.com/opinion/la-ignorancia-es-atrevida/

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