TENSIÓN ENTRE EL IDEAL, EL CONTEXTO Y EL PROBLEMA DEL "MAL MENOR" EN LA ACIÓN POLÍTICA
Rodrigo
Guerra López
Introducción
Uno
de los lugares comunes al momento de comenzar a explicar la historia del
pensamiento político consiste en afirmar que la reflexión antigua y medieval
sobre la política fue de índole principalmente religiosa y moral, mientras que
la innovación que acontece gracias a Nicolás Maquiavelo y su posteridad radica
en el descubrimiento reflexivo de la pragmática de la política, es decir, de
las leyes que gobiernan el uso del poder, independientemente de su dimensión
ética y teológica. Esta suerte de
simplificación tiene algún fundamento ya que es cierto que la literatura
antigua y medieval sobre la cosa pública gravita sobre un paradigma
principalmente teológico que relativiza a la comunidad política respecto de un
conjunto de absolutos que la sostienen y la legitiman. Así mismo, no es ningún secreto que la
modernidad precisamente emerge como búsqueda de emancipación respecto de
creencias religiosas o realidades metafísicas que, entre otras cosas, amparen
los fundamentos éticos de la vida personal y del Estado.
Sin
embargo, un examen más atento tanto de las teorías políticas modernas como de
las realizaciones fácticas del poder desde el siglo XVI nos permite apreciar
los límites de esta simplificación. Por una parte, existe una enorme deuda de
la filosofía política moderna con el pensamiento medieval cristiano. Imposible
entender el Estado, el liberalismo, los derechos subjetivos o la idea de
soberanía en la modernidad sin estudiar a Tomás de Aquino, a Escoto o a Ockham
(1). Por otra parte, la propia modernidad en la medida en que buscó lograr su
emancipación y autonomía, afirmó una peculiar ética y una peculiar teología, al
menos de modo implícito.
En
la modernidad se privatiza la fe, se justifica éticamente el liberalismo
individualista y se coloca a la Iglesia bajo el control del Estado. Todo este
desplazamiento temático posee una manera de entender los fundamentos de la vida
moral y el papel de la religión. Por ejemplo, Kant hablará de mantener a la
religión dentro de los límites de la razón (2). Por estos y otros argumentos,
somos de la opinión que toda la modernidad gravita sobre una gran hipótesis
ética y teológica y esto es verdadero aun cuando a algunos autores pueda
resultarles más o menos indigesto reconocer que el cogito cartesiano, la razón
pura del propio Kant, la teoría del poder de Maquiavelo, o la soberanía de
Hobbes –por ejemplo– poseen presupuestos teológicos y morales precisos (3).
1.
Toda decisión política posee una axiología implícita
La
teoría política y la acción derivada de ella no son ni axiológica ni
teológicamente neutras. Mucho menos ahora que en el momento posmoderno los
procesos de reencantamiento del mundo y el resurgimiento de sentimientos
morales diversos se encuentran tan a la orden (4).
En
particular, la acción política, más allá de trivializaciones y frivolidades, es
un lugar de verificación de la interrelación existente entre el ser humano y
sus referentes normativos. No quiero con esto insinuar que la acción política
“debe ser” así. Sino que, de hecho, por su índole ética (buscar el bien común)
y por su fuerza originaria (el poder) siempre es así: una síntesis única de
libertad y aspiración ideal, de autonomía y de referencia constitutiva a un
valor que me obliga, y como venimos insinuando, un momento vital en el que el
significado definitivo de la existencia se cruza con las decisiones más
contingentes y opinables, dotándoles de sentido y de una cierta iluminación y
tensión.
Esto
sucede tanto en la realización virtuosa de la actividad política como en los
momentos más deleznables de la misma. Aún en estos últimos, el ejercicio del
poder hará referencia a la elección tomada y al valor abandonado, la conciencia
se activará, aunque sea de modo deficiente, y dirá con su singular voz interior
que las cosas, tal vez, “debieron” haber sido de otro modo.
Estas
observaciones nos permiten advertir que la acción política, más allá de
teorías, es constitutivamente moral. Podríamos decir también que es
esencialmente teológica, pero por el momento, no avanzaremos por este
derrotero. En toda acción política, la persona se debate entre diversas
opciones, entre diversas maneras de resolver un mismo problema, entre valores
en conflicto: unos invitando a proseguir en cierta dirección y otros, en otra.
El
propio Nicolás Maquiavelo, en sus meditaciones sobre el poder, en más de una
ocasión se verá inmerso en la saludable tensión entre la conciencia y el poder.
¿Cómo debe de proceder el Príncipe? ¿Habrá que infundir respeto o temor? ¿Habrá
que atacar a todos los enemigos o solo a uno? ¿Será deseable pactar con quien no
piensa como nosotros o es preferible avanzar solamente con los afines? Estas y otras muchas cuestiones habitan desde
la antigüedad al interior del hombre que actúa en política. Por una parte,
aparece el deseo de lograr algo, un cierto bien que se estima provechoso para
la comunidad, y por otro lado se encuentran las exigencias del contexto, las
limitadas habilidades humanas para la resolución de problemas y las
mezquindades por todos conocidas.
Conforme
las sociedades se han vuelto más complejas, los escenarios sobre los que se
desempeña el político también adquieren un perfil más difícil de desentrañar.
Los fenómenos políticos suelen ser actualmente muy híbridos y multicausales: un
proceso electoral, el surgimiento de un movimiento popular, un cierto debate
legislativo. Normalmente tendemos a tratar de simplificarlos: buscar a un solo
culpable, buscar una idea que lo explique todo, reducimos lo diverso y lo
múltiple en una unidad que nos haga más amable la cuestión, aunque se pierdan
matices, y con ello realidad. Esta tendencia reduccionista es casi imposible de
evitar. Sin embargo, es preciso hacerle contra. El ceder a ella sin más, en
ocasiones nos lleva a juicios maximalistas: o blanco o negro. Y si nos
acostumbramos a este modo de pensar, nos puede colocar en visiones ideológicas
de la realidad que terminan por sustituirla o violentarla… Más aún, si nos
descuidamos, al final de la aventura nos encontraremos en “fuera de juego”, es
decir, fuera de la escena política en la que estábamos instalados.
2.
La acción política y la necesidad de tender puentes
La
maduración humana en la comprensión de la política, en buena medida consiste en
ir haciendo, poco a poco, matices. Ni todo es blanco ni todo es negro, aunque
sí hay blancos y negros. Madurar en política significa en muchas ocasiones
descubrir cómo en el escenario más complejo, con el adversario más abyecto, es
preciso recuperar en lo posible algo de la verdad, del bien y de la justicia
que el otro posee para tender un puente, para disminuir el encono, para
encontrar una solución políticamente viable y no solo deseable en términos
morales.
En
mi país, México, somos muy susceptibles de caer en ideologías reductivas. En
algunos sectores solemos tender a posturas maximalistas, basadas en el “todo o
nada”, sin mirar que en ocasiones estas posturas hacen inviable la realización,
aunque sea modesta, del bien al que aspiramos. Basta una cierta discrepancia,
detectar una diferencia de apreciación en el otro, para que la muy tenue unidad
lograda se debilite y en ocasiones se pierda.
Sin
embargo, en política, es preciso lograr cosas en la práctica, es preciso
construir puentes, se requiere sumar a los diversos. La acción política en muy
pocas ocasiones radica en vencer al oponente a partir de un juego de poder,
sino que en muchas ocasiones la circunstancia más bien nos invita a trabajar
junto con él, ya que pretender derrotarlo por completo, extinguirlo, anularlo,
es por demás una ingenuidad.
Pienso
en el trabajo legislativo en el que en muchas ocasiones el político humanista
se encuentra en minoría y es preciso tomar postura sobre un asunto delicado,
polémico, tal vez algo que entraña una aberración moral, jurídica o política
objetiva. El encontrarse en minoría le impide al político lograr el ideal al
que aspira. Alimentado por razones y pasiones cruza en su mente la posibilidad
de inmolarse: hay que dar la batalla por el ideal aun cuando en el intento se
pierda todo. El tono heroico del gesto a
implementar motiva, en ciertos escenarios, todavía aún más: “¡la causa lo
vale!”. Sin embargo, en algunas ocasiones, bajo esta óptica, se cancela la
posibilidad de atenuar el mal en algún grado. El juego de “todo o nada” nos
conduce, al ser minoría, precisamente a “nada”.
3.
El “mal menor”
Por
esto es importante que nos preguntemos ¿qué debe hacer un humanista en
escenarios políticos complejos? ¿es preciso anunciar la retirada o inmolarse
cuando no es viable el ideal que buscamos? ¿qué caminos tenemos como
alternativa si sabemos que el ideal no es políticamente viable?
Una
opción que rápidamente aparece en nuestra mente es optar por el “mal menor”. La
expresión “mal menor” se instala con facilidad en la argumentación política
como si de suyo estuviera legitimado o fuese evidente su significado y su
justificación ética. El argumento del “mal menor” más o menos emerge así:
existen dos escenarios. En uno se visualiza un posible grave daño al bien
común, a la justicia social, al reconocimiento pleno de derechos humanos
fundamentales o a la seguridad de la nación. En otro, se plantea que para
frustrar que suceda ese grave daño se pueden realizar acciones sustantivas que
evitarán que esto suceda aun cuando sea preciso transigir en algunos valores
fundamentales.
La
fuerza del argumento se suele obtener dramatizando las circunstancias, es
decir, describiendo con elocuencia que existe un imperativo moral en la
realización del mal menor para evitar el mal mayor. Uno está obligado a mirar
cómo se realiza un gran mal o a tratar de evitarlo optando por una acción mala
que como medio se procura.
Aunque
tal vez sea innecesario subrayarlo, nótese que el escenario del “mal menor” en
sentido estricto no radica en la disyuntiva entre “hacer deliberadamente un mal
mayor” o un “mal menor” sino entre “dejar que suceda un mal mayor” y un
esfuerzo voluntario por evitarlo basado en la implementación de un cierto “mal
menor”, que como medio, frustra al primero.
Otro
elemento que suele acompañar este planteamiento es la situación de la
conciencia la cual se encuentra marcada por una cierta perplejidad. Para decirlo en términos coloquiales, la conciencia se
ve inmersa en un callejón “sin salida”, o más precisamente, la conciencia posee
una “salida” incómoda, incomodísima, pero aparentemente necesaria, en la que no
es posible hacer el bien.
Imaginemos
una situación ficticia que peca de ser un tanto caricaturizada: existe un grave
conflicto entre dos naciones soberanas. Una amenaza invadir a la otra. Pero
existe una persona que posee información relevante que podría ser usada para
evitar la invasión. El país más débil tiene la oportunidad de capturar a esta
persona y extraer la información sólo a través de la tortura. De no hacerlo, el
país completo puede verse envuelto en una agresión que involucre control
político, pérdida de soberanía y posiblemente numerosas muertes. Así las cosas,
parece justificable el que se proceda a la captura y tortura del personaje en
cuestión, con el fin de evitar un desastre mayor.
Al
momento de discernir este proyecto de acción alguna persona podría llegar a
argumentar a favor de la misma haciendo una analogía: en la práctica médica,
particularmente cuando se requiere hacer una intervención quirúrgica, se daña
tejido sano para poder acceder al área enferma, por ejemplo, al tumor que se
pretende extraer. Esta acción es moral aún cuando se implemente como “medio” el
corte de tejidos y estructuras sanos pero que se requieren mutilar para
alcanzar el fin deseado y de esta manera, poner las condiciones objetivas para
la recuperación de la salud.
Vistas
así las cosas, pareciera que la doctrina del “mal menor” no es un ideal de
conducta pero es un recurso necesario bajo ciertas condiciones.
4.
La problemática del “mal menor”
Una
observación atenta a la doctrina del “mal menor”, sin embargo, revela su
debilidad y su eventual trampa.
En
primer lugar el saber que un eventual “mal mayor” va a ser cometido no nos
vuelve enteramente responsables de este, como si fuéramos los agentes que lo
causan en sentido propio. Por ello, la primera observación radica en reconocer
cabalmente que en la situación descrita el “mal mayor” tanto en su finalidad
como en sus medios conducentes no es deseado ni procurado por nosotros. Ahora
bien, en algunas ocasiones, nuestra omisión puede facilitar la realización del
mal mayor y por ello, es preciso buscar una forma inteligente de combatirlo o
al menos de mitigarlo, en algún grado.
En
segundo lugar, el “mal menor”, es decir, la utilización consciente y libre de
medios malos –como la tortura– para evitar un grave daño nos permite observar
que lo que se está realizando es un fin bueno a través de medios malos.
Cuando
un fin bueno se obtiene a través de medios malos la acción humana se corrompe e
ilegítima. Esto no sucede por una cierta convicción religiosa o por un cierto
moralismo cultural, sino porque de suyo la estructura metafísica de la acción
demanda que para contar con una acción buena sus causas originantes deben ser
también buenas. Tomás de Aquino solía decir a este respecto: bonum ex integra causa, malum ex quocumque
defectu, es decir, no hay una acción completamente buena si no concurren
todas las bondades, pues cualquier defecto
singular causa un mal. Una acción es buena moralmente hablando solo cuando
lo que se hace es bueno, la intención con la que se hace es buena y los medios
necesarios para llevarla a cabo también lo son; en cambio, basta la deficiencia
de una sola de las causas para volver mala a una acción (5). Y nadie está
obligado moralmente a obrar el mal. El mal moral no obliga.
Pero,
el ejemplo médico expuesto ¿no es acaso una excepción válida? Alguien puede
pensar que en ocasiones es preciso causar un cierto daño para evitar otro
mayor… En la analogía realizada a través
de un ejemplo de tipo quirúrgico es importante distinguir que los bienes en
juego no son bienes morales sino bienes físicos. Por ello, el mal causado por
el bisturí en la mano del cirujano es un mal físico, no un mal moral.
El
“mal físico” consiste en no gozar de un bien debido a nuestra condición
corpórea, por ejemplo, no contar con una pierna. El “mal moral” consiste en la
ausencia de perfección debida en la acción consciente y libre, por ejemplo, no cumplir
con una obligación moral. Optar por el “mal menor” cuando se trata de males
físicos es perfectamente legítimo. No así cuando uno encara que el valor en
juego es el bien moral.
La
tortura implica un daño en la integridad física, sin embargo, su naturaleza
profunda radica en procurar un dolor y un temor insoportable para quebrar la
voluntad libre. La acción de torturar consiste en maltratar el cuerpo, no como
un recurso terapéutico sino como medio para doblegar el espíritu. Se busca algo
de suyo malo moralmente: presionar al otro de tal manera que sin consentimiento
voluntario se logra un cierto resultado a través de la procuración deliberada,
querida, de dolor en el cuerpo. Insisto, lo que se hace no es solo obtener
información sino dañar a la persona, lastimar su dignidad. Por ello, ambos
casos, –el caso quirúrgico y el caso sobre tortura–, solo tienen una similitud
extrínseca.
El
“mal menor” entendido como un mal moral que se realiza de forma consciente y
libre ya sea como fin, ya sea como medio, es una acción siempre mala, no es
justificable de manera racional y solo se puede sostener censurando aspectos de
la realidad que se imponen como obligantes ante la razón práctica.
5.
Optar por el “bien posible”
Así
las cosas, actuar en función del “mal menor” solamente es posible cuando están
en juego “males físicos”, no “males morales”. ¿Qué nos queda al excluir actuar
por el “mal menor”? Nos queda un desafío grande a nuestra creatividad e
inventiva: optar por el bien posible.
La
noción de “bien posible” descansa en los siguientes presupuestos:
1) Por una parte, entender bien la norma
moral que funge como regla orientadora del ejercicio de la libertad.
2) Evitar auto-engañarnos sosteniendo de
modo tácito o implícito que el fin justifica los medios.
3) Afirmar el bien como fin y el bien en
los medios aun en medio de una situación política compleja.
4) Cobrar consciencia respecto de la
naturaleza y complejidad del contexto político para advertir el ámbito de
oportunidad que pueda existir para afirmar el bien, aunque sea de un modo
modesto.
5) Entender bien que el modo de
realización de la norma en la acción política concreta no brota de una
deducción silogística sino de un acto prudencial conforme al contexto y a las
estimaciones humanas que es posible hacer en el ámbito práctico.
6) Seguir nuestra conciencia recta, es
decir, no mentirnos a nosotros mismos.
Pensemos,
por ejemplo, en la discusión parlamentaria sobre una ley para regular la
reproducción humana asistida. En ocasiones, no tiene viabilidad política la
prohibición completa de la fecundación in vitro. Sin embargo, habiendo dejado clara la propia
postura en el debate público, es menester tratar de limitar lo más posible los
efectos dañinos de una norma que permite este tipo de técnica en la que en
muchas ocasiones se sacrifican embriones humanos o se colocan en
crioconservación. De este modo, el
político humanista busca el bien posible,
y estimando con prudencia la viabilidad política de su propia acción, construye
una iniciativa que reduzca el número de embriones o vota a favor de un proyecto
ya existente a este respecto, aun cuando lamentablemente la solución no sea la
ideal.
Cuando
la acción política versa sobre situaciones en las que se encuentran
comprometidos principios morales fundamentales, que no admiten excepciones, es
siempre importante a) describir e interpretar bien el escenario político; b)
estudiar bien la argumentación racional de la norma moral involucrada; c)
construir escenarios que indiquen diversos caminos de solución y luego,
después, de haber hecho esto, optar por el que parezca que de mejor manera
permite realizar el bien posible al interior del complejo contexto que se
enfrenta.
En
este último paso, es preciso atender con mucho cuidado tanto las exigencias del
bien como la posibilidad práctico-política de su realización. Fijarse
unilateralmente en las exigencias éticas descuidando la viabilidad política
suele tener como consecuencia el perder todo. Así mismo, centrar la mirada en
la viabilidad política descuidando las exigencias éticas del valor en cuestión,
deriva fácilmente en una postura utilitarista que subordina la norma moral a
los equilibrios de poder.
Descubrir
el camino hacia el bien posible implica creatividad y prudencia, discernimiento
dinámico en cada paso y realismo político. No es fácil proceder de este modo.
Sin embargo, es la única manera cómo eventualmente se abren puertas
insospechadas y se construyen soluciones orientadas hacia el bien común.
6.
Hacer el bien nunca es estéril
Al
meditar en estas cosas, recuerdo con gran afecto a Juan Pablo II. En su
enseñanza aparecen continuamente normas morales importantes: respetar siempre a
la persona como fin y nunca usarla como medio; ser todos corresponsables de
todos; gozar de la sexualidad en el marco del auténtico amor humano, fiel y responsable,
etc. Este Papa tan sensible a estos valores también era un hombre de acción,
que avanzaba lentamente, en ocasiones, posponiendo el intento de alcanzar un
éxito total en el corto plazo con tal de consolidar el camino, paso a paso,
hacia el futuro. Tanto en cuestiones intraeclesiásticas como en grandes
acciones concernientes al nuevo orden político internacional, Juan Pablo II fue
un gran maestro.
Al
inicio de su Encíclica Centesimus annus,
nos dice algo que tal vez puede inspirarnos precisamente en el tema que nos
ocupa:
De
tales cosas que, incorporándose a la Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo
así ocasiones y material para enriquecimiento de la misma y de la vida de fe,
forma parte también la actividad fecunda de millones y millones de hombres,
quienes a impulsos del magisterio social se han esforzado por inspirarse en él
con miras al propio compromiso con el mundo. Actuando individualmente o bien
coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido
como un gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela
de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha
contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y
límites a la injusticia (6).
En
ocasiones la acción política humanista logra grandes triunfos al momento de
afirmar algún valor, algún bien que merece ser protegido o promovido. En otras
ocasiones, esto no es posible y, sin embargo, es preciso actuar para limitar el
mal. Estas acciones, aparentemente poco atractivas, son importantes ya que por
una parte evitan el mal o la injusticia que parece querer instalarse. Pero
además fortalecen el ethos
cualitativo de los pueblos que requiere de acciones buenas, aun cuando estas
sean modestas y no logren toda la eficacia política deseada. Hacer el bien
nunca es estéril. Existe una dimensión metafísica del bien que trasciende por
mucho los resultados prácticos y las consecuencias visibles. Por otra parte,
las eventuales derrotas al pretender realizarlo, nunca lo son del todo. El bien
afirmado con valor, a veces modestísimamente, derrota al mal a nivel
cualitativo, aun cuando cuantitativamente parezca lo contrario. El más pequeño
de los bienes realizado rectamente y con valor, tiene mayor consistencia y
belleza ontológica que sus antivalores. Parafraseando a un humanista cristiano
ejecutado en el año 1927, existe una democracia que no es de votos
cuantificables sino de acciones buenas heroicas. Esta democracia en la que la
propia vida se vuelve voto en muchas ocasiones no es apreciada ni valorada,
pero en el mediano y el largo plazo es la que salva a las naciones y les brinda
camino para un futuro con esperanza (7).
NOTAS:
1. (1) Cf. A. DE MURALT, La estructura de la
filosofía política moderna. Sus orígenes medievales en Escoto, Ockham y Suárez,
Ed. Istmo, Madrid 2002.
2. (2) Véase: I. KANT, La religión dentro de los
límites de la mera razón, Alianza, Madrid 1986.
3. (3) Cf. E. VOEGELIN, La nueva ciencia de la
política, Katz, Bs. As. 2006; J. MILBANK Teología y teoría social. Más allá de
la razón secular, Herder, Barcelona 2004.
4. (4) G. LIPOVETSKY, El crepúsculo del deber: la
ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 2002.
5. (5) Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II,
q.18, a.4, ad 3.
6. (6) JUAN PABLO II, Centesimus annus, n. 3.
7. (7) Pensamos en ANACLETO GONZÁLEZ FLORES y su
obra El plebiscito de los mártires,
s.e., México 1930.
Fuente:https://revistasic.org/el-bien-posible/
Cfr. Actualidad Católica: https://www.youtube.com/watch?v=Za69tE2NKOU, https://apuntaje.blogspot.com/2024/04/el-bien-posible.html
Gráfica: Pieza de Walter de Marías.

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