LLEVADO POR LA ESTUPIDEZ, EN 1989 LE DÍ LA BIENVENIDA A FIDEL CASTRO
Alberto Barrera Tyszka
El 1 de febrero de 1989, en un desplegado a
página completa del periódico El Nacional, apareció un remitido que destacaba
en gran tamaño dos palabras: “Bienvenido, Fidel”. En tres días más, estaba por
realizarse lo que después se llamó “La coronación”: un fastuoso y enorme evento
que celebraba el comienzo de la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez. Se
habían convocado a diversas personalidades internacionales, casi todos los
mandatarios del continente habían confirmado su asistencia. La posibilidad de
que también llegara Fidel Castro, sin embargo, había desatado una polémica.
Existía cierta presión, en diferentes ámbitos, cuestionando su presencia en la
cumbre. El remitido público era una expresión de solidaridad con el dictador cubano.
Fue un texto breve pero desbordado: “Nosotros,
intelectuales y artistas venezolanos al saludar su visita a nuestro país,
queremos expresarle públicamente nuestro respeto hacia lo que usted, como
conductor fundamental de la Revolución Cubana, ha logrado en favor de la
dignidad de su pueblo y, en consecuencia, de toda América Latina. En esta hora
dramática del Continente, sólo la ceguera ideológica puede negar el lugar que
ocupa el proceso que usted representa en la historia de la liberación de nuestros
pueblos. Hace treinta años vino usted a Venezuela, inmediatamente después de
una victoria ejemplar sobre la tiranía, la corrupción y el vasallaje. Entonces
fue recibido por nuestro pueblo como solo se agasaja a un héroe que encarna y
simboliza el ideal colectivo. Hoy, desde el seno de ese mismo pueblo, afirmamos
que Fidel Castro, en medio de los terribles avatares que ha enfrentado la
transformación social por él liderizada y de los nuevos desafíos que implica su
propio avance colectivo, continúa siendo una entrañable referencia en lo hondo
de nuestra esperanza, la de construir una América Latina justa, independiente y
solidaria”.
El manifiesto estaba firmado por 911
intelectuales y artistas. Yo fui uno de ellos.
Nadie me pagó por hacerlo. Nadie tampoco me
obligó. Nadie puso mi nombre sin consultarme. No firmé bajo engaño. Yo tenía 28
años y había publicado un libro de poemas. Fidel llevaba tres décadas en el
poder y ya había dado contundentes muestras de su condición de tirano. Había
encarcelado, torturado y asesinado a adversarios y disidentes; había perseguido
y encarcelado a los homosexuales; buscaba suprimir cualquier tipo de
diversidad. Había militarizado la sociedad y concentrado en su persona todo el
poder. Había cancelado -hasta como hipótesis en el imaginario colectivo-
cualquier posibilidad de alternancia gubernamental… Ya había ocurrido el famoso
caso Padilla. Ya había sucedido el éxodo del Mariel, en el que por fin pudo
escapar de Cuba Reinaldo Arenas. La perestroika había sacudido a la Unión
Soviética el año anterior y en unos meses más, en ese mismo 1989, caería
derribado el Muro de Berlín… ¿Acaso todo esto no era suficiente?, ¿qué más se
necesitaba saber para negarse a firmar ese remitido?
Hay quienes todavía sostienen que, en el fondo,
la invitación de Carlos Andrés Pérez respondía a una estrategia geopolítica:
lograr que Fidel regresara al circuito diplomático continental y, de esta
manera, poder hacer una mejor presión internacional para comenzar a
flexibilizar el régimen cubano. Por supuesto que nada de esto se vio en el
evento. El espectáculo fue otro.
Un elegantísimo Fidel Castro, de impecable
traje y corbata, fue la sensación de la cumbre. La crónica de la época destaca
que “hasta las señoras del Country Club querían tomarse fotos con él”. Como si
fuera una estrella de rock, los medios de comunicación lo seguían a todos
lados, a veces con infantil fascinación. Castro declaró que tanto él como su
equipo de seguridad habían tenido muchas dudas sobre su asistencia, dadas las
continuas amenazas que recibía y la cantidad de planes que siempre estaban en
marcha para asesinarlo, pero que la lectura del manifiesto de bienvenida
firmado por tantos intelectuales lo llevó a tomar la decisión de viajar a
Venezuela. Formar parte del remitido, entonces, podía incluso en ese momento,
ofrecer cierto prestigio, una fugaz ilusión de celebridad.
Nada de esto tenía -para los venezolanos- la
dimensión de gravedad y de tragedia que tiene hoy día. El tema comenzó a ser
percibido, a ser analizado y debatido, de otra manera una década después, a
partir de 1999, cuando Hugo Chávez asumió la Presidencia y comenzaron los
cambios, entre ellos un tipo de relación oficial muy distinta entre Venezuela y
Cuba. En esos primeros años, a medida que Chávez empezaba a desmantelar el
Estado y a imponer su proyecto autoritario y militarista, en el contexto de una
polarización política cada vez más encendida, la sociedad también empezó a
buscar explicaciones, a hacerse otras preguntas, a revisar de otra manera su
propia historia. Dentro de esos análisis, el viejo remitido de 1989, y quienes
lo firmamos, pasamos a ser de pronto casi cómplices y responsables directos de
la destrucción del país, de la llegada del “castrochavismo” a Venezuela. La
anécdota me sirve ahora para resaltar nítidamente las diferencias de recepción
y vivencia de un mismo suceso, por una misma sociedad en dos circunstancias
culturales y emocionales distintas. También es útil para despachar temprano una
de las más socorridas fórmulas con las que se pretende resolver este dilema:
asegurar que los intelectuales o artistas que apoyan -a veces de forma
incomprensible- causas o movimientos claramente autoritarios lo hacen porque
reciben un sueldo: son oportunistas tarifados, se han vendido sin pudor y sin
gracia, solo son unos farsantes mercenarios. Obviamente, hay casos así. Pero
esta sentencia no sirve para contestar a la interrogante central: ¿por qué un
grupo de intelectuales y artistas, sin que nadie nos pagara nada, firmamos un
alborozado manifiesto de adhesión pública a un impresentable tirano caribeño?
La realidad -por suerte para todos- suele ser más rara y más compleja que una
simple receta, que la ecuación que sostiene frecuentemente la polarización
política.
Creo que, de entrada, es imprescindible cambiar
la noción que tenemos de los intelectuales. Hay que dejar de pensar en esa
antigua figura del intelectual que -como decía Foucault- pretendía ser
“conciencia y elocuencia” de la tribu. Los intelectuales solo pueden ser
percibidos así en sociedades donde nadie lee y donde no existe el debate
ciudadano. Es más saludable pensar que los intelectuales son tan irracionales
como todos los demás, que no siempre saben mirar y entender la realidad, que en
política se equivocan con la misma frecuencia que cualquier otra persona.
El siglo XX -a partir del nazismo, del fascismo
y por supuesto de la experiencia soviética- produjo agudas y luminosas
reflexiones sobre la relación entre los intelectuales y el totalitarismo.
Obviamente, las experiencias son distintas cuando se piensa y se actúa desde
adentro, bajo la amenaza, el control y la violencia institucional, que cuando
se hace desde afuera de un sistema totalitario. Si se está adentro, el tránsito
entre la irremediable necesidad de sobrevivir y el disimulo oportunista que
termina convertido en devoción puede ser sutil, ligero, muy eficaz. Serguéi
Dovlátov, un extraordinario escritor que logró salir de la Unión Soviética
gracias a Joseph Brodsky, resumen este trayecto de la siguiente manera: “Había
decidido vender mi alma a Satanás y acabé regalándosela”.
El caso de los intelectuales que desde afuera
genuinamente establecen una relación de fervor con este tipo de antiguas o
modernas tiranías es más complejo. Este sometimiento voluntario suele
justificarse por la existencia de una utopía o por el deslumbramiento ante el
poder y el magnetismo de un líder. Leszek Kolakowski propone también otra
característica para analizar el problema: la dualidad del intelectual entre su
sentido de superioridad e independencia de pensamiento y su aislamiento y su
necesidad de ser parte de una colectividad. El intelectual requiere
constantemente ser reconocido, necesita demostrar que es un intelectual,
legitimarse con la validación pública. No hay nada mejor para superar esta
contradicción -según sostiene el académico polaco- que apoyar “la causa de los
desvalidos”.
En este sentido, Cuba, al inicio, ofreció un
relato muy tentador: en una pequeña isla del Caribe, los desvalidos se
rebelaron en contra de un tirano apoyado por el poderoso imperio
norteamericano. De inmediato, gran parte de la intelectualidad del planeta
celebró y se congregó alrededor de esta ilusión revolucionaria. Y eso no estuvo
mal. El problema está en lo que tardaron -tardamos, y todavía algunos tardan-
en liberarse y salir de ese espejismo.
No deja de ser paradójico que sea en 1971 -ya
con una década de consolidación violenta del modelo autoritario fidelista-
cuando se da la primera crisis importante de buena parte de la intelectualidad
del mundo con el régimen cubano. La detención del escritor Heberto Padilla y su
posterior “autocrítica” -tras 38 días de prisión- marcó un referente
insoslayable. Esa confesión pública -que puede verse ahora en un reciente y
fascinante documental de Pavel Giroud– muestra de manera nítida lo que debe ser
un artista en una revolución: Padilla renuncia a sí mismo, se avergüenza y
reconoce que bajo su disfraz de “escritor rebelde” solo había un traidor, “a mí
-dice- me importaba mucho más mi importancia literaria que la importancia de la
revolución”; reniega de sus libros, los tacha de “derrotistas”, “amargados”,
“resentidos”… acusa a algunos de sus ex amigos, denuncia a la prensa
extranjera, ensalza a los soldados y a los gloriosos miembros de los cuerpos de
seguridad del Estado; y -por supuesto, no faltaba más- habla del generoso
líder, único y verdadero creador de la revolución: “Y no digamos las veces que
he sido injusto con Fidel, de lo cual nunca realmente me cansaré de
arrepentirme”. Así es el intelectual que el autoritarismo desea y tolera.
Sorprende que aun después de este caso, que
supuso la crítica y el alejamiento de grandes apoyos del proceso cubano
(Sartre, Calvino, Alberto Moravia, Marguerite Duras, Susan Sontag, Octavio Paz,
Carlos Fuentes, Vargas Llosa…), Fidel lograra todavía mantener cierto
prestigio. Escritores como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Augusto
Monterroso, manteniendo un leve espíritu crítico en algunos momentos, siguieron
siendo leales a la revolución, anclados casi siempre en el argumento emocional
que se sustenta en la desigual batalla de los desvalidos que se defienden de
los ricos y de los poderosos.
Esta misma narrativa es la que sostiene el
relato del bloqueo y suele tener una eficacia asombrosa. Resiste el peso de su
propio fracaso, reinventando permanentemente su débil mentira, y demostrando
que la melodramatización de la política es altamente rentable. Todavía para mi
generación fue muy difícil entender y asumir que podíamos y debíamos estar en
contra del bloqueo pero también en contra de la Revolución.
Firmar el remitido de Bienvenida a Fidel, en
1989, fue un lamentable error. Y no porque eso haya tenido algún tipo de
consecuencia concreta en todo lo que ocurrió después en Venezuela, sino porque
-llevados por la efusión polarizante, por la vanidad, por la estupidez- nos
hicimos cómplices de una dictadura. Atendimos el espejismo de un lenguaje y
obviamos el horror de los hechos. Todo esto es cierto. Pero, como contraparte,
también es cierto que el dilema entre la tragedia de la realidad y las
alternativas para transformarla sigue sin resolverse. Para nosotros, la
esperanza sigue siendo un enorme problema político
En una mesa redonda, a propósito del “destino
de los intelectuales”, realizada en Nueva York en 1985, George Steiner dijo lo
siguiente: “Creo que desde hace tiempo, desde la Revolución Bolchevique, se ha
desatado un movimiento de esperanza entre los intelectuales, se han abierto
numerosas ventanas a la esperanza: varias de ellas se debieron a esa
Revolución, otras a la Primavera de Praga y el régimen de Dubcek, y otras más a
Cuba y al Chile de Allende. A posteriori es muy fácil decir que, en cada
ocasión, uno fue rematadamente estúpido y que era previsible que todo acabara
en catástrofe, tiranía y corrupción (…) Lo que ahora me interesa es saber qué
pasará con la propia naturaleza del pensamiento, con la epistemología del
pensamiento, si no abrimos más ventanas”. Casi cuatro décadas después, cercados
por la polarización, encerrados en tiempos de corrección política y
cancelaciones, estas dudas siguen teniendo una pertinencia impresionante.
Steiner proponía un ejemplo fabuloso: “Supongan ustedes que un estudiante se
presenta a cualquiera de nosotros, como ya ha sucedido, y nos dice ahora: Han
enterrado a gente viva en San Salvador. Ya no puedo soportarlo. Soy un ser humano
y debo hacer algo (…) Díganme ustedes qué harían si alguien les dijera: Sé que
de unirme yo a la izquierda todo acabará, si ganamos, en brutalidades
estalinistas de la peor especie; y que de unirme a la derecha el resultado será
un coronel fascista más, o un generalísimo, o cualquier otra cosa por el
estilo. No tiene caso hacer nada, ¿verdad?, ¿responderían acaso que estamos
obligados, para madurar, a aceptar el principio freudiano de la realidad?, ¿qué
no hay elección posible porque, gane la izquierda o la derecha, todo acabará
sin remedio en atrocidad?”.
Nada de esto justifica el remitido que firmé
dándole la bienvenida a un tirano. Intento, si acaso, complejizar ese momento,
no excusarlo. Pienso en él con la distancia de los años y con la evidencia de
un presente sin desenlaces posibles, en un país donde lo que más escasea es la
ilusión. ¿Qué podemos hacer entonces con la indignación, con las genuinas y
desesperadas ansias de cambio?, ¿dónde ponemos la esperanza?
Fuente:
https://lagranaldea.com/2023/07/30/bienvenido-fidel
Tomado de: https://grupolipo.blogspot.com/2024/08/alberto-barrera-tyszka-en-1989-le-di-la.html?m=1&s=08
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