DE LA CIUDAD DESEMBOZALADA
Luis Barragán
De las
mascotas, en general, y de los perros, en particular, poco se escribe y habla,
aunque la cotidianidad no se explique sin ellos. Está la meritorísima Misión
Nevado, pero tampoco sabemos de las realidades y sus estadísticas: en el medio
urbano, tenemos la impresión de una dramática diminución de los célebres e
insignes cacris, la desaparición de
los dálmatas como los bomberos mismos, la elevación del costo de mantenimiento
en el hogar, la progresiva quiebra de los consultorios veterinarios, etc.
Todavía
resuena la poderosa invención y manipulación de un mito, como el del consumo de
perrarina por una población hambreada
antes de concluir el siglo pasado. Deleznable recurso político y publicitario,
cuando la hambruna llegó en verdad, en la presente centuria, nada se habla al
respecto.
Huelga
comentar tamaña y perversa circunstancia venezolana, como igualmente del bien
que comporta para la familia tener una mascota y cuidarla adecuadamente. Y, aunque hay otros aspectos que suelen
enfatizarse sobre la calidad de vida del citadino y se crea que el tema no es
del grupo de los más acuciantes y fundamentales problemas del país, como se
espera de un dirigente político, juzgamos importante abordar tal “nimiedad”.
El promedio de
la ciudadanía con mascotas, cuida de ella diligentemente hasta donde les es o
sea posible. Por lo menos, en nuestro entorno social inmediato, los vecinos
suelen pasear desde muy temprano a sus perros, llevan bolsas para limpiar las
heces en la calle, empleando las correas, cuidando de no perjudicar a nadie.
Antes de
aclarar el día, pacientemente, los más viejos y los más jóvenes hacen la ronda de rigor,
porque no habrá tiempo para lograrla en el transcurso del día. E, incluso, los
más osados con grandes y temibles mastodontes, se atreven a pasearlos a media
noche por un prolongado rato.
Nos ha
parecido curioso que muy pocos perros tengan bozal, y, al preguntar, el
argumento favorito es el de la docilidad del can. Empero, nos hemos enterado de
excepcionales mordeduras por la cercanía temeraria de un extraño, la jugarreta impudente de un niño, y, los hay,
la vanidad de un amo que saca a su peligroso ejemplar en cualquier momento del
día para imponer temores.
Hay
maltratadores de animales, atacantes que le han disparado con arma de fuego
para lesionar o matar al animal, atropelladores por diversión con sus
vehículos, castigados tan justamente por la normativa jurídica vigente. No obstante, tenemos dudas, porque también
cabe la posibilidad de una agresión injustificada del animal a un transeúnte, o
de la deliberada intención o distraída actitud de la persona responsable del
perro.
Admitimos,
jamás hemos visto un expediente instruido en una materia que también afecta la
vida personal y comunitaria, y quizá prevalece la presunción por siempre
favorable a un animal acaso entrenado para atacar y de dimensiones
incontrolables, conducido por una persona díscola. Además, relativamente, cerca
de casa, hay un local muy particular justo al lado de un colegio: un taller
mecánico que, a la entrada, en la acera, acostumbra a amarrar sin bozal a dos grandes
perros de temible raza que ponen en riesgo a cualquier peatón que no debe saber
ni tiene por qué, cuán larga es la correa, ni tomar medidas extraordinarias
para transitar por una acera que es pública.
Previsto en la
vieja legislación y dada las sofocantes condiciones económicas actuales,
desapareció del mercado la póliza de seguro por guarda y custodia de animales. De
modo que tampoco hay maneras concretas de resarcir a la víctima de una agresión
ilegítima, por lo que, luce recomendable, colocar el bozal a un perro al
pasearlo en medio de un mayor número de personas.

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