NABOR, EL AMIGO
Óscar Hernández Bernalette
No es un expediente fácil escribir sobre un amigo, vivo y coleando. Además que uno lo quiere y le da gracias a la vida por darnos la oportunidad de tenerlo. Ese es un gocho formidable al que le debemos tanto en un trajinar de vida de no menos de cincuenta años. No somos pocos los que nos hemos aprovechado de su verbo, de su paciencia, de su meticulosidad por la cultura, por las imágenes, por el saber y por el arte. Por allí está el hijo de Expedita y José Eduviges Zambrano, con el nombre de Nabor y a pesar de sus setenta y cinco años anda a cuestas con la cámara sobre el hombre, dejando testimonio del arte en Venezuela. En este conglomerado con silueta de país, en donde la crisis política ha minimizado casi todo y los intelectuales “desaparecieron”, agazapados en sus trincheras o también emigraron con sus talentos en el alma, allí está este buen amigo fruto de Tovar, ofreciendo con disciplina sus imágenes e historias de lo que ha sido la cultura en Venezuela en las ultimas décadas.
Pablo, con escasos 25 años, nos dirigía y Nabor era el secretario de redacción. En apariencia parecía un periodista de las redacciones de los tabloides ingleses, hasta que le oías el tono de los rincones andinos. Ante todo el hombre es gocho. Un don para la escritura como él solo. Pablo siempre tachaba o corregía las notas de sus colaboradores, pero escasamente las de Nabor. El Tovareño conocía ya su oficio y la vida, sin pasar por la escuela de periodismo, lo graduó de reportero. En sus inicios fue periodista de radio y era corresponsal para alguna emisora andina en el Chile de Allende.
Por aquel entonces la camaradería con Nabor seguía de la mano con los proyectos de Pablo. De la revista Escena pasamos a Buen Vivir y a Libros al día. El amigo Nabor enfilado hacia la prensa mayor y yo iniciándome en los caminos de la diplomacia. De la manada de Pablo, Nabor parecía el más disciplinado. Sabía administrar los reales y hacer negocios. Siempre le hacíamos bromas por sus capacidades mercantilistas. Una vez nos sorprendió con la historia de haber comprado su primer apartamento. Preocupación no compatible con ese hatajo de soñadores que navegábamos por la cultura de aquel entonces. Recuerdo que un día le cuento que iba cambiar mi Volkswagen 1300 de 1965, que hoy tanto añoro, por una camioneta Brasilia y que me acompañara al concesionario. El cuento corto es que se empeña Nabor en comprar una similar, no tenía problema de adquirirla y pagarla en cómodas cuotas de 430 bolívares, pagaderos en 30 letras. Como buen andino y meticuloso Nabor pagó su inicial, escogió el color y cuando el vendedor le entregó las llaves de su cero kilómetros, made in Brasil, nos advierte que tenía un pequeño problema: no sabía manejar.
No fueron pocas las aventuras, los viajes y paseos que de muchachos disfrutamos. Su amabilidad y disposición para la parranda siempre estaba presente. Nadie le ganaba con su capacidad de absorción de las bebidas espirituosas y de hacer sus comidas a la hora. Llegamos a pensar que más que estómago tenía un reloj. Bebía como un cosaco y siempre era el sobrio del grupo.
Por allá en 1977 fuimos a los Médanos de Coro con Pablo y Sergio Antillano. Los cuatros íbamos a presenciar un acontecimiento, el vuelo de un platillo volador. Pablito era el invitado, nosotros dos y Sergio Antillano, sus acompañantes. El encuentro era secreto. Se trataba de la historia de un científico zuliano. Ibrain López, que había desarrollado un artefacto que, según su inventor, revolucionaría la manera de volar en el mundo, lo que lo hacía vulnerable, toda vez el interés que generaría entre las potencias extranjeras su invención.
Lo cierto es que hasta allá llegamos. Una madrugada vimos el aparato levantarse sobre la arena de los Médanos. Con el tiempo, la historia cambió de matices, hasta el punto de que Nabor, fascinado por unos camellos que habían llegado desde Arabia Saudita y rondaban por ese desierto criollo se perdió el incipiente despegue que Pablo, Sergio y yo testimoniamos. Nuestra historia, al igual que la del capitán Kenneth Arnold, quien aseguró haber visto en 1947, mientras volaba, nueve objetos brillantes, y de allí los primeros “flying saucer”, quedará bajo sospecha hasta que el propio Nabor nos las verifique.
Encuentro en El Cairo
Nabor me visitó en varios de mis destinos diplomáticos. Debieron haber sido más porque sus visitas eran una carga de alegría. Se apareció en El Cairo, mi primera embajada. Su emoción era de tal magnitud por llegar a la tierra de las pirámides, que las dos semanas de su visita se convirtieron en una oxigenación para la “tripulación” venezolana acreditada en esa compleja capital. Me lo llevé a Chipre en un viaje estupendo con parte del cuerpo diplomático latinoamericano. Nabor se convirtió en el centro de atención por su humanidad y buena vibra, como decía el embajador Jorge Daher al referirse a Nabor. Dejó amigos y fue testigo de la complejidad de aquella nación en la que estábamos inmersos. Por esos tiempos de su visita nos pasaron cosas asombrosas, el asesinato de Sadat y el nacimiento de mi primer hijo.
Nabor, quien hubiese sido un estupendo agregado cultural de este país, nos siguió visitando. Lo recuerdo en Grenada y en Bogotá. Siempre muy pendiente de promocionar la cultura venezolana, apoyar a nuestra Cancillería. Más de una vez fue invitado a un cargo en una embajada, tema que me emocionaba mucho. Al final algún percance terminaba con la oportunidad ofrecida.
Nos dejó sin la novela
Imposible resumir a Nabor. Su Formato Libre, con miles de imágenes, su amor por la libertad sin formato, su vida periodística que lo llevó a narrar desde el Chile de Allende, el trágico 4 de febrero desde el Palacio de Miraflores y sus miles de crónicas culturares, lo hacen indispensable para entender lo que hemos sido. Sin duda, quien fue Premio Nacional de Periodismo ha demostrado su vocación por la cultura de este país. Ya tiene un espacio en la historia y es ejemplo para futuras generaciones de periodistas. Para quien escribe estas líneas seguirá siendo un hermano entrañable.
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