PENSAR Y DEJAR (DE) PENSAR ... POLÍTICAMENTE
Luis Barragán
Debemos
admitirlo, ya no luce tan obvio que el pensamiento sea un elemento fundamental
de la política, pues, ahora, ella jura hacerse únicamente de las emociones y,
en buena medida, lo ha logrado por lo que respecta al presente siglo
venezolano: principalmente en, desde y por el poder forzado de alguna u otra
manera a zanjar sus contradicciones, diferencias y liderazgos, con mayor
facilidad y holgado ventajismo frente a sus adversarios. Quizá contrariando a
Manuel Arias Maldonado y uno de sus específicos libros sobre la democracia, asistimos
al cabal desarrollo de un autoritarismo
sentimental que obliga a caracterizarlo y a escrutarlo como toda una
experiencia inédita de ese marxismo guevarista obcecado por el socialismo de la
renta inalcanzable; por cierto, habrá que indagar en qué medida las actuales
heredaron de las viejas generaciones la propensión a dramatizar la vida propia más
que la ajena, en clave de radio/telenovela para facilitar la realización de un
proyecto político devenido espectáculo.
Comprendemos y
asumimos nuestras urgencias, pero – entre ellas – está la impostergable reflexión
de profundidad sobre las alternativas pendientes y la conquista de un consenso
indispensable que obligue a la reinvención del liberalismo, la
socialdemocracia, el humanismo cristiano, el propio marxismo, o la
actualización de aquellas novedades que reclaman un nombre definitivo, como
aportantes. No pretendemos la ociosa academización de los partidos de
naturaleza esperamos que consabida, pero sí de la politización del pensamiento
requerido de liderazgos con una materia gris un poco más densa, acotemos, algo
típico de aquellos propulsores de la transición democrática de la pasada centuria;
vale decir, reivindicando la razón que es tan esencial hasta para idear, discutir,
elaborar y realizar una estrategia de oposición que no ha de ganar su identidad
confiándose a una simple apuesta por las circunstancias y a los juegos
digitales que suscita.
Quien no
quiera hacerlo tampoco debe impedir que otros lo hagan, pretendiendo encarnar
toda la habilidad, destreza y pericia de sus aún más modestas actuaciones, fallando
consecutivamente, y descalificando a quienes demandan una mínima racionalidad.
Lo peor es dejar de pensar, induciendo a otros, renunciando a una básica
colegiación de la conducción política y de la formulación estratégica,
suponiendo que todo dependerá del más sórdido pragmatismo y de una viveza que
la aseguran inherente a nuestro gentilicio.
Por
definición, la democracia liberal es competitiva, o creciente y fuertemente
competitiva, capaz de ofrecer resistencia, como ocurre, según la fortaleza de
sus instituciones, frente a la manipulación de las emociones que ejercen o
tienden a ejercer un sobrepeso considerable, y, por ello, es importante el
seguimiento de todo lo acaecido y lo que acaezca en la era Trump, algo más que una administración.
Convengamos que el miedo y el resentimiento como artificios, por ejemplo,
empleados sistemáticamente para fines arbitrarios, nunca expresarán una
sentimentalidad genuinamente limpia y democrática, y esa “intimidad pública” de
la que habla Lauren Berlant habrá de convertirse en una franca, cotidiana y descarada
intimidación.
La política es
vida ineludiblemente compartida, e, igualmente, oficio y trayectoria, por lo
que, encaminados hacia una sociedad abierta y competitiva, centrada en la
dignidad de la persona humana, ha de combatir los sesgos y prejuicios a través
de una pedagogía de sus modos y formas que son tan importantes como el fondo y
trasfondo. La legítima reprofesionalización de la política, apostolado y servicio
que exige vocación y talento, no debe confundir jamás un comunicado de prensa orientador
de la opinión pública, con un documento de trabajo, verbal o escrito, cuya
densidad puede hablar de una especialidad, una determinada formación y
experiencia acumulada, y un fuerte compromiso conciudadano; además, la política
es también actuar y dejar (de) actuar con sus variadas (in)satisfacciones.
Probablemente,
el curso ambiental que ha tomado el país hoy emotivamente condicionado, tenga
por remoto origen la absurda renuencia de determinados sectores a aceptar la
derrota guerrillera desde mediados de los años sesenta, convertida en cultura y
aptitud, frente a aquellos compañeros de armas que acogieron luego la política
de pacificación y protagonizaron un extraordinario debate que marcó época y, no
por casualidad, produjo una copiosa y meritoria bibliografía. Todo lo ocurrido
posteriormente, desembocó en una cancha electrificada de tensiones de variado
voltaje, en rechazo de cualquier reflexión y polémica, afecto y sensatez,
respeto y tolerancia, a favor del sectarismo, el fanatismo y la satanización de
la contraparte.
Aceptemos que
no siempre fue así, y viene a nuestra memoria un encuentro con Iván Loscher en
la FIA de 2013: recordemos que fue un exitoso locutor y publicista radial, como
un reconocido amante del rock, e, igualmente, inclinado a la izquierda, le
interesó la filosofía política e hizo buenas entrevistas a dirigentes e
intelectuales trastocando el micrófono en dos o tres libros relacionados. Y es que
a la política le concernía el irrenunciable deber de pensarla, y, así no fuese
la persona un profesional u oficiante de ella, ajena a la pugna interpartidista, la invocaba sin temor a la
controversia en un clima de libertades públicas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario