Luis Barragán
Abusadas las
expectativas más recientes, cualesquiera sean los porcentajes de aumento
nominal decididos tan presidencialmente, las consecuencias serán las mismas en
el esfuerzo de sojuzgar a la población mayoritariamente buscadora de empleo,
mientras el resto hace de la precariedad un oficio al figurar en las vastas
nóminas públicas. El sector privado prácticamente no existe, salvo que lo
autorice la generosidad de los estamentos oficiales que le imponen a la postre
el elevado riesgo de una por siempre sospechosa naturaleza de sus negocios.
Reiterado el
drama por más de dos décadas, en propiedad, no existe el salario y mucho menos
las prestaciones sociales en Venezuela, entre otras de las instituciones
fundamentales del derecho del trabajo que ha experimentado tan descomunal
retroceso. Hay, eso sí, una hiperinflación también verbal, porque las
previsiones constitucionales y legales quedan únicamente como piezas
publicitarias que no logran ocultar la cruel realidad en curso.
Acaso, en
provecho de una recóndita mentalidad rentista de la que crecientemente nos
percatamos, sobre todo si de cruzar las fronteras para sobrevivir se trata, los
días de asueto que el régimen multiplica, entendiendo que los ingresos no
alcanzan para sufragar el diario transporte público, incluso, convertido en
costumbre desde antes de la consabida pandemia, no debemos confundirlo con la
disminución de la jornada laboral en otras latitudes avalada por un importante
desarrollo económico y un desafiante contexto tecnológico.
Son varios los
carretes sueltos en torno a las libertades sindicales, la aparente estabilidad
del trabajo, o, en el ámbito estatal, el
subsidio de las tareas milicianas, por llamar así la premiación de los colectivos más comprometidos, con
depósitos bancarios u otros beneficios en especies que probablemente no están
presupuestados, ni les da alcance a todos los empleados públicos que dejaron
muy atrás el pago de las horas extras para redondear la quincena. Además, por encima del ministerio de
adscripción, siendo esenciales y decisivas las inspectorías para forzar una paz
laboral que sólo luce como el congelamiento artificial de una peligrosa
conflictividad que sirve de extorsión política de los oficiantes del poder,
difícilmente encontramos una solución jurisdiccional porque resulta costosa y
ociosa, por sus inejecutables sentencias.
Muy bien
podemos halar la punta del hilo, descubriéndolo como una cuerda cada vez más
gruesa, capaz de clarificarnos respecto al trabajo como valor y, asimismo,
tragedia en nuestro país: el llamado sistema Patria que se alza como un reto
frente al derecho del trabajo y al administrativo, es aplicable al sector
privado de la economía reforzando el control estatal; una radical flexibilidad
laboral escondida en los pliegues de una normativa ornamental, ha de ser el
único atractivo a reportar por las zonas económicas especiales, impleméntense o
no; y la comunalización del trabajo para una economía de mera subsistencia,
puede llevar a su milicianización, o franca militarización. En los cauces del
socialismo del siglo XXI, ¿es posible otear un distinto horizonte?
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