DEL PENSAR AL VER
(San Marcos, 10: 46-52)
Enrique Martínez Lozano
Marcos utiliza la escena de la curación del ciego Bartimeo como catequesis acerca del verdadero discipulado, destacando dos actitudes: el deseo de “ver” y la prontitud en el seguimiento.
No puede ser casual que, en el evangelio de Marcos, Jesús dirija la misma pregunta a los discípulos y a Bartimeo: “¿Qué queréis (quieres) que haga por vosotros (ti)?” (Mc 10,36 versus Mc 10,51). Y mientras los primeros piden “ser los primeros”, el segundo solo desea “ver”.
No es difícil encontrar en nuestro interior el eco de ambas voces: la del que busca “ser importante” (o “especial”) y la del que quiere ser capaz de “ver” en profundidad.
Es la tensión entre el ego, que busca fortalecerse, y al que secundamos mientras dura la creencia –consciente o inconsciente- de que somos él, y el anhelo que nos recuerda que la clave consiste justamente en salir de esa oscuridad.
Solo la comprensión de lo que somos nos aportará luz y libertad. Solo ella nos permitirá “soltar el manto” –como a Bartimeo- y “seguir” a Jesús, por el “camino” de la vida, es decir, vivir en plenitud.
Mientras no veía, Bartimeo se hallaba “al borde del camino”, desconectado de la vida, como “apeado” de ella. En cuanto empieza a ver, comienza realmente a vivir.
Con frecuencia, y si se entiende bien lo que quiero expresar, “ver” es lo opuesto a “pensar”. Lo cual significa que si queremos crecer en comprensión necesitaremos aprender a silenciar la mente. Pero eso no se logra desde algún tipo de imposición, sino desarrollando la capacidad de situarnos como “observadores” de sus contenidos, en el Testigo que percibe todos los movimientos mentales y emocionales, pero no se identifica con ellos.
En realidad, el que “ve” no es la mente, sino el Testigo. Y solo él nos otorga el poder de mantener la libertad frente a cualquier mensaje que pueda brotar en la mente. En él, dejamos de ser marionetas a merced de los pensamientos y sentimientos –siempre interrelacionados- y nos anclamos en la ecuanimidad.
Esto no significa, en absoluto, demonizar la mente, que seguimos reconociendo como una herramienta preciosa. Lo que significa es que la reconocemos y utilizamos como un medio a nuestro servicio, en lugar de quedar sometidos a sus movimientos.
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