Nos hemos quejado con frecuencia sobre un
impresionante fenómeno de orfandad literaria, pues, hasta nuevo aviso, no
tenemos una obra narrativa o poética, menos cinematográfica y musical, capaz de
expresar la presente centuria con todo lo que consabidamente significa,
significó y significará. Obviamente, importa asumir toda la culpa personal, ora
porque no tenemos el conocimiento indispensable para para intuirla y
descubrirla, ora porque carecemos del talento necesario para producirla.
Lo cierto es que hoy no existe equivalente alguno de
aquellos títulos que fueron ampliamente reconocidos como fieles representaciones
de las varias etapas históricas que hemos atravesado, cuales “Venezuela heroica”
de Eduardo Blanco, “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, “País portátil” de Adriano
González León y, agregaríamos, “50 vacas gordas” de Isaac Chocrón. Por lo
general, a través de ellos, supimos o juramos saber de nosotros mismos en la
inmediata posterioridad de la violencia independentista, en el curso de la
violencia rural y caudillista, en el territorio de la violencia urbana e
insurreccional, en medio de la todavía inadmisible y violenta ruindad del
rentismo.
El planteamiento viene a nuestro espíritu después de
leer a Andrea Bajani y su más reciente obra, la única que hemos visto: “El
aniversario” (Anagrama, Barcelona), la cual no hace ni tiene que hacer referencia
a Venezuela para comentarla. El protagonista de la novela rompe toda relación
con sus padres, diez años atrás, sintiendo el asunto como una superación del
poderoso mito de la unidad familiar a toda costa, generador de tabúes,
experimentado como una gesta de liberación personal frente al totalitarismo
hogareño. Y, tamaño detalle, lo fuerza a una reconstrucción de su infancia bajo
la violencia del padre y la sumisión resignada de la madre, que ahora le permite
renacer sin caer en el dilema de la absolución o la condena.
En este lado del mundo, la más recia de las rupturas
que hemos experimentado es el de la familia por la gracia de sus apasionadas discordias
políticas al principio, y, luego, por una asfixia política, social y económica
que le dio soporte a la diáspora. Todavía parece indicar que no hemos ponderado
suficientemente sus consecuencias, por cierto, despuntando la otra realidad
legitimada por esta tan prolongada coyuntura: la de una radical supervivencia
que incluye el abandono práctico de los padres y abuelos en el país para salvar
a los niños y jóvenes procurándoles otro futuro en el extranjero.
Ha operado otra violencia y les tocará a muchos reconstruir
su propia historia a raíz del rompimiento involuntario que ya no es fácil de
atribuir a un determinado modelo occidental que solía entenderse como el de la
familia burguesa, según aprecia una cierta izquierda cómoda, facilona y confortable
(no incluimos necesariamente a Bajani), que no se ocupa ni le preocupa las
experiencias acumuladas en aquellas latitudes sometidas a regímenes de fuerza. Sin
embargo, faltará una vasta representación social de la tragedia que permita
trenzarnos más allá del ámbito estrictamente doméstico: “No volver a ver a mis
padres no fue algo realmente premeditado, y tampoco había concebido que pudiera
ocurrir. ¿Por qué? No es que no lo quisiera, creo. Es más bien que ese pensamiento,
que expuesto así se presenta como un abandono, pertenecía a la categoría de los
actos impronunciables, a los despropósitos de la razón incluso antes que a los
de la moral. ¿Es posible abandonar a los padres?” (pág. 89).
21/12/2025:
https://lapatilla.com/2025/12/21/luis-barragan-andrea-bajani-y-los-actos-impronunciables/

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