domingo, 16 de abril de 2023

Caza de citas

EJERCICIO PREPARATORIO

La hora se vacía.

Me cansa el libro y lo cierro.

Miro, sin mirar, por la ventana.

Me espían mis pensamientos.

                                                        Pienso que no pienso.

Alguien, al otro lado, abre una puerta.

Tal vez, tras esa puerta,

no hay otro lado.

                                  Pasos en el pasillo.

Pasos de nadie: es sólo el aire

buscando su camino.

                                        Nunca sabemos

si entramos o salimos.

                                          Yo, sin moverme,

también busco -no mi camino:

el rastro de los pasos

que por años diezmados me han traído

a este instante sin nombre, sin cara.

Sin cara, sin nombre.

                                      Hora deshabitada.

La mesa, el libro, la ventana:

cada cosa es irrefutable.

                                              Sí,

la realidad es real.

                                  Y flota

-enorme, sólida, palpable-

sobre este instante hueco.

                                              La realidad

está al borde del hoyo siempre.

Pienso que no pienso.

                                        Me confundo

con el aire que anda en el pasillo.

El aire sin cara, sin nombre.

Sin nombre, sin cara,

sin decir: he llegado,

                                      llega.

Interminablemente está llegando,

inminencia  que se desvanece

en un aquí mismo

                          más allá siempre.

Un siempre nunca.

                                  Presencia sin sombra,

disipación de las presencias,

Señora de las reticencias

que dice todo cuando dice nada,

Señora sin nombre, sin cara.

Sin cara, sin nombre:

miro

        -sin mirar;

pienso

                -y me despueblo.

Es obsceno,

dije en una hora como ésta,

morir en su cama.

                                Me arrepiento:

no quiero muerte de fuera,

quiero morir sabiendo que muero.

Este siglo está poseído.

En su frente, signo y clavo,

arde una idea fija:

todos los días nos sirve

el mismo plato de sangre.

En una esquina cualquiera

-justo, onmisciente y armado-

aguarda el dogmático sin cara, sin nombre.

Sin nombre, sin cara:

la muerte que yo quiero

lleva mi nombre,

                                  tiene mi cara.

Es mi espejo y es mi sombra,

la voz sin sonido que dice mi nombre,

la oreja que escucha cuando callo,

la pared impalpable que me cierra el paso,

el piso que de pronto se abre.

Es mi creación y soy su criatura.

Poco a poco, sin saber lo que hago,

la esculpo, escultura de aire.

Pero no la toco, pero no me habla.

Todavía no aprendo a ver,

en la cara del muerto, mi cara.

Con la cabeza lo sabía,

no con saber de sangre:

es un acorde ser y otro acorde no ser.

La misma vibración, el mismo instante

ya sin nombre, sin cara.

                                      El tiempo,

que se come las caras y los nombres,

a sí mismo se come.

El tiempo es una máscara sin cara.

No me enseñó a morir el Buda.

Nos dijo que las caras se disipan

y sonido vacío son los nombres.

Pero al morir tenemos una cara,

morimos con un nombre.

En la frontera cenicienta

¿quién abrirá mis ojos?

Vuelvo a mis escrituras,

al libro del hidalgo mal leído

en una adolescencia soleada,

con brutales violencias compartida:

el llano acuchillado,

las peleas del viento con el polvo,

el pirú, surtidor verde de sombra,

el testuz obstinado de la sierra

contra la nube encinta de quimeras,

la rigurosa luz que parte y distribuye

el cuerpo vivo del espacio:

geometría y sacrificio.

Yo me abismaba en mi lectura

rodeado de prodigios y desastres:

al sur los dos volcanes

hechos de tiempo, nieve y lejanía;

sobre las páginas de piedra

los caracteres bárbaros del fuego;

las terrazas del vértigo;

los cerros casi azules apenas dibujados

con manos impalpables por el aire;

el mediodía imaginero

que todo lo que toca hace escultura

y las distancias donde el ojo aprende

los oficios de pájaro y arquitecto-poeta.

Altiplano, terraza del zodíaco,

circo del sol y sus planetas,

espejo de la luna,

alta marea vuelta piedra,

inmensidad escalonada

que sube apenas luz la madrugada

y desciende la grave anochecida,

jardín de lava, casa de los ecos,

tambor del trueno, caracol del viento,

teatro de la lluvia,

hangar de nubes, palomar de estrellas.

Giran las estaciones y los días,

giran los cielos, rápidos o lentos,

las fábulas errantes de las nubes,

campos de juego y campos de batalla

de inestables naciones de reflejos,

reinos de viento que disipa el viento:

en los días serenos el espacio palpita,

los sonidos son cuerpos transparentes,

los ecos son visibles, se oyen los silencios.

Manantial de presencias,

el día fluye desvanecido en sus ficciones.

En los llanos el polvo está dormido.

Huesos de siglos por el sol molidos,

tiempo hecho sed y luz, polvo fantasma

que se levanta de su lecho pétreo

en pardas y rojizas espirales,

polvo danzante enmascarado

bajo los domos diáfanos del cielo.

Eternidades de un instante,

eternidades suficientes,

vastas pausas sin tiempo:

cada hora es palpable,

las formas piensan, la quietud es danza.

Páginas más vividas que leídas

en las tardes fluviales:

el horizonte fijo y cambiante;

el temporal que se despeña, cárdeno,

desde el Ajusco por los llanos

con un ruido de piedras y pezuñas

resuelto en un pacífico oleaje;

los pies descalzos de la lluvia

sobre aquel patio de ladrillos rojos;

la buganvilla en el jardín decrépito,

morada vehemencia…

Mis sentidos en guerra con el mundo:

fue frágil armisticio la lectura.

Inventa la memoria otro presente.

Así me inventa.

                              Se confunde

el hoy con lo vivido.

Con los ojos cerrados leo el libro:

al regresar del desvarío

el hidalgo a su nombre regresa y se contempla

en el agua estancada de un instante sin tiempo.

Despunta, sol dudoso,

entre la niebla del espejo, un rostro.

Es la cara del muerto.

                                        En tales trances,

dice, no ha de burlar al alma el hombre.

Y se mira a la cara:

                                    deshielo de reflejos.No he sido Don Quijote,

no deshice ningún entuerto

                                                  (aunque a veces

me han apedreado los galeotes)

                                                            pero quiero,

como él, morir con los ojos abiertos.

                                                                    Morir

sabiendo que morir es regresar

adonde no sabemos,

                                        adonde,

sin esperanza, lo esperamos.

                                                      Morir

reconciliado con los tres tiempos

y las cinco direcciones,

                                            el alma

-o lo que así llamamos-

vuelta una transparencia.

                                                Pido

no la iluminación:

                                  abrir los ojos,

mirar, tocar al mundo

con mirada de sol que se retira;

pido ser la quietud del vértigo,

la conciencia del tiempo

apenas lo que dura un parpadeo

del ánima sitiada;

                                  pido

frente a la tos, el vómito, la mueca,

ser día despejado,

                                  luz mojada

sobre tierra recién llovida

y que tu voz, mujer, sobre mi frente sea

el manso soliloquio de algún río;

pido ser breve centelleo,

repentina fijeza de un reflejo

sobre el oleaje de esa hora:

memoria y olvido,

                                    al fin,

una misma claridad instantánea.

Octavio Paz

(https://hellopoetry.com/poem/1978988/ejercicio-preparatorio/

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